martes, 10 de diciembre de 2013

Diciembre llega cargado de regalos (II)

Colaboración de nuestra amiga

LAURA FERNÁNDEZ CALZADA

¡Muchísimas gracias!


“Laura Fernández nace en Santander, España, el 8 de Noviembre de 1990. Bailarina de profesión (Ballet Nacional de la república checa), alterna la danza y sus estudios (Comunicación Audiovisual) con la creación literaria. Aunque de modo “amateur”, las obras de Laura  son numerosas, quedando muchas de ellas recopiladas en su blog literario.
Entre sus logros en este campo se encuentran el 2º premio del certamen literario Julio Camba o el galardón literario a jóvenes estudiantes de su universidad (UBU).”


El texto es una recopilación creativa de algunas aportaciones de mi blog.

DIARIO DEL ENAMORADO PRIMERIZO


PARTE I.
“La sorpresa”


Fue Marcel Proust quien, en su interminable odisea en busca del tiempo perdido, inculcó en su joven e influenciable mente la idea por primera vez.

Contaba su historia que, sediento de una carta que no llegaba, aquel muchacho desorientado inundaba su cabecita de escenas en las que recogía aquella misiva tan esperada y la leía con pasión. Algunas de las notas eran ardientes. Otras, más tímidas. En su imaginación, el pequeño devoraba palabras mientras recogía con las yemas de los dedos las lágrimas de emoción que aparecían de tanto en tanto.
De pronto, un sentimiento sobrecogedor, la certeza de una tragedia muy muy presente. Era imposible que algún día fuera a recoger exactamente la misma nota que se estaba imaginando. ¿Y si al visualizar todas aquellas epístolas estuviera en realidad anulando posibilidades? ¿Y si agotaba todas las opciones que existían para la elaboración de una carta y ella simplemente nunca la escribía?

Pero claro, su situación era algo distinta. Él no aguardaba misivas o llamadas, lo suyo era otra cosa... ni siquiera estaba seguro de lo que esperaba.
Dada la amplitud de mis opciones, pensó, no creo que agote las posibilidades de que, sea lo que sea lo que espero, aparezca por aquella esquina.
Así que permaneció allí, inerte, dubitativo y algo esperanzado, con la mirada fija en la prometedora esquina del jardín, esa con las flores rosas tan hermosas. Su corazón latía con fuerza, y su cerebro, cansado de imaginar, se tropezaba con cada pensamiento, que avanzaba raudo y veloz para dar paso a otro, como si de una carrera de relevos se tratara.
No sabía qué era, pero dos convencimientos, tan reales como aquella esquina rosada, le rondaban insistentes. El primero, que aquello que venía, venía pronto. El segundo, que las probabilidades de que apareciera por su esquina, dada la teoría proustiana, eran nulas.


Es igual, concluyó, puede que no sea una espera, sino una sorpresa.


PARTE II.
“Blanca”


Blanca.                                                                                                      
Blanca sal.
Blanca nieve.
Blanca.


Blanca.
Blanca lirio.
Blanca espuma.
Blanca.


Blanca. Como un vestido de novia. Como un uniforme de hospital.
Blanca. Como las páginas sin tinta. Como la arena tropical.



Hacía ya varios meses que la había dejado. Parecía mentira, pero apenas recordaba su rostro. Sus ojos, su nariz, sus labios, sus orejas... se presentaban en su mente difuminados, borrosos.
En todo ese tiempo, no había echado de menos nada de ella. Ningún olor le recordaba su olor, ningún canto su voz, ningún tacto sus manos, ninguna historia sus anécdotas ...
No se arrepentía de nada, no soñaba despierto con encontrársela, no aguardaba ansioso frente al teléfono, nada.


Apenas nada.


Apenas. Un apenas que, cosas de la vida, marcaría un antes y un después en el trayecto de su sino.
Un apenas que, paulatinamente, le estaba matando.


Y es que, sin razón ni causa obvias, de un modo radical y feroz, había forjado en lo más profundo de su mente una obsesión insana, una inquietud extrema, el empeño obstinado de concentrarse con todas sus energías en un mísero concepto. Una idea, una noción, una realidad que le carcomía y le abrumaba sin sentido aparente: el color de la piel de aquella chica. El color blanquecino de su piel. Los fragmentos, los trazos desnudos, cuasi transparentes. El detallismo exacerbado que esa blancura permitía, mostrando cada
poro, cada marca.
No recordaba nada, pero a la vez, lo recordaba todo.


Y así... no comía, no bebía, no dormía, no reía. Todo era blanco.
Blanco por todas partes.
Blanco sal.
Blanco nieve.
Blanco lirio.
Blanco espuma.
Blanco, como el de un vestido de novia o el de un uniforme de hospital.
Blanco, como el de las páginas sin tinta, o el de la arena tropical.


PARTE III.
“Un petit bain”


Me mojas los muslos,
aclaras mis suspenses,
me enjabonas los sueños,
no permites que piense,


cincelas mi forma,
me aprisionas la piel,
difuminas mis normas,
excarcelas el cincel,


me peinas el olvido,
secas mi rutina,
te bebes mi ombligo,
dejando propina,
saciando adicción a la morfina,
oliendo a jabón y a plastilina,
dejando siempre marcas, de una extraña nicotina.



PARTE IV.
“Anormalmente normal”


La primera vez que hubo algún indicio, alguna señal de aquella extraña relación (si es que algún día se pudo considerar como tal) fue un Jueves por la tarde.
Las ventanas del despacho de Carlos eran alargadas y, desde ellas podías tener una panorámica global del parque de la universidad. La vista alcanzaba desde las escaleras que daban paso a las primeras aulas, hasta el pórtico de piedra que, junto a un camino terroso conducía al bosquecillo de las rosas amarillas que tanto me gustaba.


Mi última clase había acabado hacía ya una hora y media. Él la impartía. Todavía tengo un recuerdo muy claro de Carlos. Me da la impresión de que si cierro los ojos, puedo incluso sentir su presencia, su energía. Es como si, aunque lleve años sin verle, una parte de él se haya enganchado a mi de una forma desgarradora a la par que inevitable.
De todas formas, estoy segura de que no ha cambiado ni una pizca, de que sigue luciendo un pelo ni corto ni largo, desbaratado, unas gafas demasiado grandes para su rostro fino, una barba descuidada y una mochila casi más grande que él, llena de cosas tan inservibles como fascinantes.
Yo era más alta que él, lo cual debía de haber supuesto un impedimento para lo que fuera que tuvimos. Las chicas no nos fijamos tanto en los hombres de menor estatura a la nuestra. Está más o menos comprobado. Eso dice la gente.


Lo cierto es que del proceso que transcurrió desde que comenzó a darme clase, hasta aquellas tardes en su despacho hablando de libros, películas y demás artes no puedo ofreceros ni un vago resumen. No se trata de que no lo recuerde. Tampoco de que lo vea emborronado o difuso. Simplemente fluyó de un modo tan natural, tan idóneo, tan fuera de la anomalía, que mi cerebro no debió considerarlo lo suficientemente especial o digno de mención, mezclándolo con el resto de recuerdos insulsos de mi cotidianidad más mundana y poco interesante.
“Normal”. Quizás la palabra que mejor defina esta especia de ligadura que nos mantuvo atados casi cuatro años. Todo ocurrió dentro de una normalidad tas aplastante que, aunque a nosotros no nos alteró lo más mínimo, como espectador ajeno creo que supondría una consternación lógicamente atroz.


Caminando por el despacho me apoyé en una da las estanterías de caoba, situadas justo debajo de uno de los inmensos ventanales. Debí de quedarme ensimismada mirando hacia fuera porque no percibí a Carlos hasta que su cercanía hizo su presencia más que evidente. Tenía la misma postura que yo. También miraba por la ventana.
Cuando me di cuenta que estaba a mi lado le miré. Él me miró también en respuesta y esbozó una sonrisa. No enseñó los dientes, sólo sonreía. Cuando Carlos sonríe, la parte izquierda de sus dos labios se eleva levemente más que la derecha.
No se trató de un momento excesivamente significativo. No se detuvo el tiempo, ni sentí mariposas en el estómago. Tampoco me excité. Como ya he dicho, todo con él se presentaba radicalmente normal.
Seguido de la sonrisa vino el primer beso. Carlos y yo nos acercamos y nos besamos en los labios de un modo corto y espontáneo. Seguidamente entrelazamos nuestros brazos detrás de nuestras espaldas y giramos nuestras caras hacia la ventana para seguir contemplando la vista. Fue como si llevásemos juntos mil años. La clase de conducta típica de una pareja casada o de una relación bien afianzada. Después, sin movernos de la ventana, hicimos el amor.


Así fue nuestro primer beso, nuestro primer encuentro, nuestro primer todo. Y lo que siguió fue la repetición constante de este todo. Un eco esperanzador. Una felicidad inconsciente pero casi palpable. La tranquilidad acogedora de poseer a alguien a todos los niveles imaginables. La bendita ignorancia de un deterioro que resultó inminente.
Así fue. También de un modo muy normal destruimos juntos lo que un día construimos, y, sin apenas darnos cuenta nos alejamos el uno del otro para siempre. Ni siquiera hubo despedida… al igual que tampoco recuerdo presentación.
Se acabó. Estuvo bien claro que se acabó.


Cada uno de nosotros volvió a la vida que tenía antes de aquella tarde de primeras caricias, a la vida que irremediablemente nos esperaba en casa cuando salíamos de las paredes de la universidad. La misma vida de siempre, sólo que sin la dulce evasión que supuso aquel pequeño affaire.
Sin embargo, resulta curioso, incomprensible, que lo que en su día fue tan pasajero y fatuo, lo que yo consideré tan insustancial, me haya perseguido todos los días de mi vida. En vano trato de plasmarlo en un papel para poder deshacerme de la sombra que Carlos dejó en mi, para poder olvidar el número escrito en la puerta de su despacho. Aún hoy, algunas de las tardes de mi vida, me desplazo sigilosa hacia la ventana y miro por ella. Entonces me quedo ahí un rato. Busco algún vestigio de rosas amarillas, de pórticos empedrados, de tierra en el suelo o a algún estudiante despistado. Busco, busco sin consuelo a aquella chica apoyada en las pequeñas estanterías, a aquella muchacha que no se dio cuenta de que un hombre se acercaba hacia ella, y que ahora cierra los ojos con un deseo ferviente de volver a vivir el instante en el que sintió súbitamente su presencia.


PARTE V.
“Sexo con amor”



Sentir, besar, abrir, cerrar,
completar, oler, volver a besar,
flotar, mirar, sonreír con los ojos,
marcar caminos, discutir lo obvio,
suponer, exigir, abrazar tobillos,
memorizar facciones, mordisquear ombligos,
escoger, adular, quedar fascinado,
ir muy deprisa, ir muy despacio,



morder, relajar, oponer, tensionar,
tirar, susurrar, gritar, danzar,
proteger, escurrir, recoger miguitas,
rascar, indagar, plantar semillas,
palpar, regalar, garabatear formas,
saborear, sudar, definir aromas,
nadar, cuidar, ofrecer colores,
tocar, rozar, exacerbar pasiones,




aprovechar, pintar, latir, ilusionar,
mimetizar, reír, soñar, clamar,
comprender, aprehender, hablar con miradas,
decir, amar, decir que amas,
zambullirse en esencias, establecer rutas,
recordarlas, degustarlas, repetirlas,
confiar en ritmos, descubrir venas,
ignorar vergüenzas, apretar con fuerza
y peinar miradas,
y ungir momentos,
y prender distancias,
darle a todo la vuelta,


y aturdir silencios,
y pagar con besos,
y tenerlo todo,
y todo tenerlo.


PARTE VI.
“Nadia y Enrique”


Nadia y Enrique viven justo encima de una tienda que vende asas adhesivas para no resbalarse en la ducha. Sin duda aburrido, pero también original.


La mayoría de las mañanas, Nadia y Enrique se despiertan dados de la mano. Debido a que llevan en la misma posición desde que ambos se durmieron, sus dedos laten. Aunque no laten siempre al unísono.  A veces, lo hacen de forma irregular.
En ocasiones, dicha irregularidad pone algo ansioso a Enrique. A Nadia, sin embargo le resulta agradable, especial.


La cotidianeidad matinal de Nadia y Enrique se basa principalmente en cereales con leche y una tostada partida por la mitad. Enrique se come los cereales antes que la tostada. Nadia se come la tostada en primer lugar, esperando a que los cereales se reblandezcan dentro de la leche.
Lo más normal es que aún no se hayan dirigido la palabra. Taciturnos y todavía algo adormilados, ambos concentran sus perezosos pensamientos en los diversos quehaceres del día que se presenta.
Normalmente terminan con esta tarea al mismo tiempo que acaban el desayuno. Acto seguido se miran. Aunque se trata de algo más que mirarse, se diría que se descubren.


Sonriendo, Nadia y Enrique suelen compartir en este momento un detalle cariñoso. A veces se dan la mano. A veces se besan. A veces se abrazan. Otras veces fingen que bailan un vals.

2 comentarios:

  1. Michel de Bergerac
    5 de diciembre de 2013 20:12

    Hola Laura, gracias por tu colaboración. Tus textos son muy interesantes. Espero que nos envíes más y que podamos también colaborar a través de tu blog. Un beso.

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  2. Tornado Celeste
    6 de diciembre de 2013 11:16

    LAURA FERNÁNDEZ CALZADA.
    Encuentro tu texto original. Planteas situaciones que me han llamado a la reflexión. Espero que pueda colaborar en tu blog.
    Nos dices que eres de Santander y quería que supieras que lo considero un lugar maravilloso.
    Que seas bailarina de profesión (Ballet Nacional de la república checa), ya me hace admirarte. La disciplina y el trabajo diario que el ballet requiere es tremendo.
    Abrazo.

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