Cenas especiales
Los pendientes de aro tintineaban con el vaivén
de los baches y sonaba el ruido del motor del aire caliente. Con él, lograba
evitar que se empañara la luna del Land Rover. Lola sujetaba con determinación
el volante. La vibración hacía temblar sus tríceps. Tenía miedo: de siempre, a
circular por una pista forestal cuando era de noche; el novedoso era el que
estaba experimentando ante la incertidumbre del plan que iba a ejecutar.
Según
le habían comentado, el lugar exacto se hallaba en el campo anexo a la paridera
derruida del Tito Manuel. La imagen de la Virgen de los Dolores se balanceó
después de apagar el motor. Lola la sujetó con la mano. Estiró del cordón que
la unía al retrovisor para besarla. Dejó los faros encendidos, enfocando a los
olivos. La llovizna era tan leve que apenas aguijoneaba la capa de nieve que
cubría el suelo. Sacó del maletero las bolsas de la compra y las colocó con
cuidado en los asientos traseros para que los frascos no se rompieran. Junto al
nombre del supermercado estaba estampado el rostro de un Papá Noel sonriente.
Apartó una manta y cogió la pala. Pensó que iba a acabar con el abrigo calado.
Tendría que quitárselo antes de que la vieran o inventar una excusa de camino a
casa.
Desde
allí, observó una pequeña elevación artificial. Bien podría ser. Las botas se
hundieron en la nieve a cada paso. Se detuvo. No podía soportar ese chasquido.
Tampoco le gustaba el silencio, y quería librarse del sonido de las paladas de
tierra. Volvió sobre sus huellas y encendió el motor. Conectó el equipo de
música del coche. Eligió algo alegre: sevillanas.
Se
trataba del montículo que buscaba. Menos de un metro de profundidad hasta
llegar a la caja, pero le llevó casi dos horas de trabajo. Notó sudor en sus
axilas, principalmente, aunque todo su cuerpo estaba húmedo bajo el abrigo.
Tosió mucho debido a la fatiga y al frío. Al día siguiente, era probable que
amaneciera enferma. Si todo salía bien, carecería de importancia.
El
baúl era rudimentario. La madera estaba todavía fresca, recién pulida.
Escobilló, con las manos enguantas, la tierra de la tapa. Estaba cerrada con un
grueso candado. Intentó partirlo a golpes con la pala. En vano. No tenía fuerza
suficiente. Lola, desesperada y cansada, apoyó su espalda en uno de los troncos
rugosos. La música le trajo imágenes junto a su marido bailando en la Feria.
Cuando la cogió de la mano y la llevó detrás de una carpa. Cuando se besaron
furtivamente. Miró el Land Rover y se le ocurrió una idea.
De
vuelta al punto donde se encontraba el baúl, con una gran tenaza en la manos,
se tropezó con un tocón y cayó de bruces. Empapó también el pantalón vaquero y
rasgó sus guantes de lana. Se arrodilló junto al cierre. Respiraba con rapidez.
De su boca y nariz salía vaho abundante. Pinzó la armella con cada uno de los
filos cortantes en que acababan los brazos de la herramienta. Estaba exhausta,
pero confiaba en poder romper la anilla: debería ser más fácil que la horquilla
del candado. Con rabia, presionó.
A Francisca la llamaban Paquita en el pueblo.
Madre, le decía Pascual. Lola, en conversaciones con otras personas, se refería
a ella con la palabra suegra. Sin
embargo, cuando hablaba directamente con Francisca utilizaba la tercera persona
del singular: respetuoso, pero en menor medida que usted. Aquello era una sutil, algunos pensarán que asustadiza,
muestra de desprecio.
Pascual
subió las maletas desde la cochera a la planta calle. Tras él, Francisca
apoyada en su cayado de nogal. Los dos niños dejaron de toquetear las bolas del
árbol navideño y corrieron a recibir a su abuela. Lola escuchó las voces
excitadas de sus hijos desde la cocina. Se dirigió con desgana al salón. Saludó
a Francisca y se dispuso a besarla, con cierta inseguridad. De nuevo recibió un
bofetón que nunca llegó a ser, pero era como si lo fuera por doloroso y
evidente: Francisca pasó a su lado, bordeándola, y la dejó ligeramente
agachada.
La
abuela subió a la primera planta donde estaba su habitación. Se ayudaba en la
pasamanería y levantaba con pesadez sus piernas hinchadas para superar, de uno
en uno, los escalones. Pascual vigilaba sus movimientos, presto a prevenir
cualquier resbalón, mientras repetía lo de todos los años: <<Ni una
pedrea>>. Francisca regresaba a casa el día del sorteo de Navidad. Así lo
convinieron Pascual y su hermana, desde que hacía cinco años hubo enviudado.
Por ello, Lola detestaba el sorteo y mientras los demás compraban décimos con
la ilusión de obtener un premio, ella maldecía porque se acercaba el
pistoletazo que daba comienzo a seis meses de convivencia con su suegra.
El veinticuatro de diciembre, Lola se acicaló con
rapidez tras recoger la cocina. Francisca estaba sentada en el sofá viendo la
televisión. Los niños, sentados en el suelo, jugaban con unos coches. Francisca
levantó la vista cuando escuchó los pendientes en el piso de arriba.
Lola
informó a su suegra de que se marchaba al funeral de los Fernández y que luego
iba a hacer las últimas compras para la cena. Francisca no la miró.
—Cuando
vuelva Pascual, dígale que me llevo el Land Rover. No creo que hoy vaya a cazar
—Lola se dio la vuelta enfadada, dispuesta a marcharse, pero se detuvo—. Ah, y
le dejo a los niños.
—De
eso nada —contestó tajante Francisca—. Esta tarde pensaba ir a ver a Carmen.
A
pesar de que era costumbre para Francisca en su vuelta, aquellas visitas la
molestaban más que nada en el mundo a Lola. Al principio, pensó que quizá su
suegra todavía guardaba cariño a Carmen o que era necesario un tiempo hasta que
su amistad se debilitara. Pero luego, intuyó que a Francisca no le importaba
mucho Carmen; la visitaba para enfadarla y para que siempre tuviera presente
que ella, la madre de Pascual, prefería a Carmen antes que a su nuera.
—Tendrá
que dejarlo para otro día, porque no me pienso llevar a los niños a un funeral.
Lola se detuvo a dar el pésame a los allegados y
a hablar sobre la tragedia ocurrida. El pueblo entero coincidía en los
testimonios. La agonía de la familia Fernández, un matrimonio que no llegaba a
los cincuenta años y su hija adolescente, fue cruel. En aquel momento, Lola
todavía no había planeado nada. Se percató de que había dejado de nevar.
Pensó
en la sección de congelados. Únicamente le quedaba por comprar algo para el
postre. Se había decidido por una tarta helada. Metió unos mazapanes en el carro,
por si acaso venían los vecinos. Aunque su amiga ya sabía que en Nochebuena, y
en realidad durante todas las fiestas, Lola no estaba de humor para cantar
villancicos. En el trayecto hacia las cámaras frigoríficas, Lola pasó por el
pasillo donde estaban las conservas. Se quedó paralizada. Soltó el carro y los
brazos cayeron inertes a los lados. Las ruedas metálicas avanzaron con lentitud
por el suelo embaldosado. El chirrido estridente cesó cuando el carro chocó con
una estantería. Lola contempló con espanto los botes de espárragos y cardo y
las latas de piña y melocotón en almíbar. Giró el cuello hasta divisar las
carnes en una repisa a la derecha, a media altura. Cogió un frasco de manitas
de cerdo en escabeche. Sintió como si le quemase al tocar su envoltorio de
papel negro satinado; al palpar que bajo él, estaba el vidrio fresco y seco; y
por último, al ver flotar en el líquido la carne como un feto muerto.
Recordó la explicación que le había dado un primo
de los Fernández.
—La Juana se levantó malamente, con muchas náuseas
hasta que se alivió en el baño. Pero no le dieron importancia, mi primo Eladio
pensó que serían las molestias típicas en las mujeres. Al poco rato, me contó
que le vino la niña toda asustada porque veía doble. Mi primo le dijo que cómo
iba a ser eso, que pestañeara fuerte, pero nada, que la niña seguía igual. Le
preguntó si se había dado un golpe en la mollera o había fregado su baño con
lejía y la había respirado. A la chiquilla no le había pasado nada raro.
>>La
Juana se puso nerviosa y mandó al Eladio a llevar a la niña al médico. Fueron a
las urgencias del centro de salud, y el sinvergüenza que la atendió, el nuevo
que está desde octubre, ¿sabes quién? Ese la estuvo mirando un rato y le dijo
que iba a necesitar gafas. Que al día siguiente fuese a la óptica. Así que
volvieron un poco más tranquilos a casa, pensando que lo que le pasaba no era
grave.
>>La Juana no probó bocado en la comida. Se
tomó una cucharada de Primperan para dejar de devolver. No quería ir al médico
porque decía que acababan de estar con la niña, que cómo iban a ir dos veces
seguidas personas de la misma familia. Ya conocías tú a la Juana, que siempre
ha sido muy mirada y prudente. El caso es que mi primo decidió llevarla al
hospital cuando se le empezó a trabar el habla. No le entendía ni mijina, decía que tenía la boca reseca y
la lengua hinchada. Al desdichado del Eladio se le ocurrió tarde, justo cuando
se le dormían a él los brazos y las piernas. A duras penas, pudo marcar mi número.
Yo llegué a toda prisa a la casa. Me llevé una impresión grande al
encontrármelos en ese estado. Mi primo no se podía ni cantear, su mujer parecía
como los niños con retraso que les cuesta hablar y la pobrecita de mi sobrina
ya estaba como en otro mundo. Le decías y no respondía, parecía como drogada
con los párpados caídos. Cuando los abrí, tenía las pupilas dilatadas a más no
poder. Casi no se le veía el blanco de los ojos. Era todo muy raro. Pensé: si
llamo a la ambulancia, cuando llegue estos están muertos. Así que los subí al
coche y los llevé para Ecija.
>>Le estuvieron preguntando a mi primo
sobre lo que había pasado, pero ya estaba muy enfermo. Yo les conté esto mismo
que acabas de escuchar. Lo mismito
que me dijo Eladio. Me insistieron en qué habían comido ese día y el día anterior.
No lo sabía. Me cago en la puta, si le hubiera preguntado a mi primo, aunque
hubiera sido en el coche de camino, pero con los nervios yo lo único en que
pensaba era en que vaya faena, y en estas fechas, y en la carretera y en llegar
volando.
>>A las tres horas o así, me informaron que
la niña había entrado en paro respiratorio, que la tenían entubada pero que
pintaba malamente. Me pidieron que volviera a la casa de mi primo o que mandara
a alguien allí para intentar descubrir lo que habían comido. Fue mi hijo y vio
dos platos con macarrones con tomate que apenas habían tocado. No sé si les
valió de algo a los médicos. La cosa es que se marcharon los tres casi a la
vez: primero la niña, luego la madre y, al final, el Eladio.
>>Ayer vinieron unos de la Junta a
registrar la casa. Encontraron un frasco de cristal en el cubo de la basura. Me
preguntaron a mí, como si yo hubiera estado con ellos el martes para saber qué
coño comieron del bote. Les dije: miren ustedes, mi primo hacía muchas
conservas de membrillo, tomate y carne. Me miraron extrañados. Lo normal en el
campo: se recogen los frutos y se hace la matanza, les tuve que explicar. Se
llevaron una muestra de lo que había en la despensa y luego llenaron un arcón
con todos los botes. Me explicaron que se los llevaban a analizar para saber si
los habían ingerido en mal estado y si se habían envenenado como parecía ser, y
que iban a enterrar todo lo demás. Les acompañé a las eras viejas, justo pasada
la paridera del Tito Manuel. Que he pensado que habrá que dar parte al
ayuntamiento porque no vaya a ser que alguien coja las aceitunas que hay allí
sembradas ahora, y le pase lo mismo que a mi primo. Porque digo yo que esa
bacteria contaminará el suelo, como paso hace años con lo de la central esa de
los rusos.
>>Sí, fue una bacteria. Esta misma mañana
me ha llamado el técnico de la Junta. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?
Gotulismo, botulismo o algo así. Que es un bicho muy dañino que está en las
conservas en mal estado. Según me ha comentado, lo han detectado en el cerdo.
Que no se darían cuenta porque la bacteria esa no pudre la carne, es decir que
no huele ni sabe mal ni da mal color. Mala suerte. Y que hagamos lo que
queramos, pero que no es negligencia del hospital porque los pocos casos que se
han dado, suelen acabar en muerte fulminante.
Lola no marcó los platos de una manera especial.
Era innecesario. Francisca sería la única comensal que tomaría las manitas de
cerdo. Eso sí, metió rápidamente, antes de que su marido pudiera entrar en la
cocina, la cuchara y el tenedor con que había manipulado el alimento junto a
los guantes de látex en una bolsa de basura. Sintió como las rodillas y las
palmas de las manos le ardían. Pascual escanció vino en su copa.
—Madre,
¿no prueba las manitas?
—No
me apetece.
—Como
sé que no le gusta el cordero, le he preparado esto. Coma algo, no se vaya con
el estómago vacío a la cama —dijo Lola.
—El
cordero me gusta, y mucho. El que no puedo tragar es el que asas tú. Siempre te
sale reseco.
Los
ojos de Lola se humedecieron. Pascual convenció a los niños para ir a acostarse
porque Papá Noel podría aparecer en cualquier momento. Protestaron porque
querían postre.
—Haremos
una excepción y hoy tomaremos el flan en la cama.
Lola
impulsó la silla hacia atrás. Antes de levantarse, miró fijamente a su suegra.
—¿Por
qué me trata de esta forma?
—¿Por
qué? —Francisca sonrió con malicia.
—Me
imagino que es por la misma razón por la que visita a Carmen.
—Ella
es la que debería estar aquí sentada y no tú. Mis nietos tendrían que tener sus
rasgos. Carmen iba a casarse con Pascual, estaban prometidos hasta que
apareciste con las pechugas al aire y engatusaste a mi hijo. Eso jamás te lo
perdonaré. Así que ni sueñes que te vaya a tratar bien, muerta de hambre. Ya
sabías que hacías mal, que ibas a romper una pareja, pero te trajo sin cuidado.
Lo que querías era resolver tu futuro con un marido con posibles. De momento,
te ha salido bien, pero no cantes victoria: la vida da muchas vueltas.
Lola
pensó en abrirle la boca, tirando de ella con las dos manos hasta hacerle
sangrar. Y luego meterle las manitas sin quitar siquiera los huesos y obligarla
a que las tragara. Y mantener su boca sellada, pinzando los labios para que no
pudiera escupir o vomitar el cerdo infectado. Pero fue consciente de que no
podía hacerlo. Impotente, se marchó llorando a la cocina.
Cuando
Pascual bajó y vio que no estaba Lola sentada a la mesa, se temió la discusión.
Preguntó a Francisca, pero se mantuvo en silencio, sin girarse hacia él. Oyó el
llanto y fue a la cocina. Lola manoteó cuando Pascual intentó rodearla con el
brazo. Se fue al dormitorio, dando portazos a su paso.
Pascual
se sentó con gesto resignado. Se dispuso a dialogar, pero se detuvo y cogió la
copa de vino. Lo saboreó.
—Madre,
coma algo antes de que se le enfríe.
—No
pienso probar nada de lo que haya hecho la golfa de tu mujer.
—No
lo ha cocinado ella. Me ha dicho que lo ha comprado esta tarde, especialmente
para usted.
Francisca
observó el plato. Las manitas tenían buen aspecto y olían de maravilla.
Francisca echó hacia atrás la silla. La empuñadura curva del bastón se movió
levemente. Volvió a colocarse la servilleta sobre los muslos y levantó los
cubiertos.
David García Molina