lunes, 1 de julio de 2013

¡Nuestra/vuestra primera colaboración literaria!

David García Molina nos ha regalado un relato suyo, El Kippel. David es autor de la novela El juego de Alex, recientemente traducida al inglés.
El Kippel forma parte de la colección El hombre que inventó Zaragoza
Ambas obras pueden consultarse en la web www.davidgarciamolina.com
¡Gracias, David!  



El Kippel 
Por David García Molina




El salón de Juan estaba lleno de cajas y embalajes. Contenían películas, discos, libros de fotografía, novelas, ensayos, pequeñas esculturas, algún cuadro, botellas de vino. Jorge solo nos dejó una indicación: repartidlo.
Era el tesoro de Jorge. Parte de sus recuerdos, sabiduría y sensaciones se condensaban en aquellos objetos.  La otra parte nos la fue legando paulatinamente en nuestros encuentros, a través de sus historias. Jorge disfrutaba al tenernos al lado, perplejos, escuchando lo que había pasado y sucedía en la ciudad.
Juan me detuvo: no las abras todavía, me dijo. Quizá nunca seríamos capaces de tocar aquellos cuerpos de bronce, sentir el tacto de las hojas, escuchar esas canciones. Tenían un carácter sagrado como la ropa de un muerto, que se guarda, pero nunca vuelve a vestir un cuerpo.
Decidimos recordar la cena que compartimos la semana anterior, el último relato que salió de su boca, para de alguna manera, devolver a Jorge a la vida.
Los descubrió un amigo que es trabajador social. Los visitaba tres veces por semana. Probablemente era el único contacto que mantenían con otro ser humano. Ya sabéis que nadie se atreve a pisar Arcosur, la gente cree que es un lugar maldito. Solo mi amigo y unos cuantos voluntarios tienen el valor de adentrarse en esas calles desiertas, reino de gatos mestizos que duermen en coches abandonados con las ruedas pinchadas.
Eran cinco, dos mujeres y… sí, David, has calculado bien: tres varones. Lo parecían, pero no eran yonquis. No lo eran como los muchachos que retrató en los ochenta García-Alix en los suburbios de Madrid. Aunque coincidían en la misma mirada de incredulidad ante el dolor, en ese aire místico y de derrota. Tampoco eran como los yonquis de Trainspotting, porque a ellos no les ocurrió nada, porque nunca volvieron a la ciudad, y sin embargo, compartían, como ellos, su individualidad en un pequeño grupo. En su final, también hubo algo parecido a un episodio de la película. Cuando  Mark Renton está agonizando tras una sobredosis, su camello lo arrastra escaleras abajo, en aquel edificio vacío en los arrabales de Edimburgo, para esperar a un taxi que lo llevase hasta el hospital. Las ambulancias tenían prohibido entrar en aquel barrio olvidado. Aquí, en Zaragoza, ni los servicios médicos ni la policía ni el furgón de la morgue iban a hacerlo tampoco. Así que mi amigo descendió, uno a uno, los cadáveres para amontonarlos en el asiento trasero y el maletero de su coche. Me contó que asió de los pies al primero, pero que no fue capaz de soportar el sonido de los golpes del cráneo contra los escalones. De modo, que aunque fuera más lento y costoso, transportó a los demás agarrados por las axilas.
Jorge rellenó de vino nuestras copas. Respiró hondo, así dramatizaba sus relatos, o quizá era la forma que él tenía para recobrar la entereza para seguir.
En efecto, Juan, el declive de Arcosur empezó en el año 2016. Aunque no es acertado decir declive, ya que para que se produzca, antes ha debido de precederlo una época de esplendor. Arcosur  nació muerto. Los políticos y constructores proyectaron un gran barrio dormitorio en los tiempos de bonanza. Pero al inicio de las obras, la burbuja inmobiliaria estalló, y la crisis económica hizo el resto para paralizar las construcciones. Solo unos bloques fueron terminados. A aquellas altas moles de hormigón, levantadas en un árido páramo sin apenas urbanizar y sin servicios, fueron a vivir, con resignación, unos pocos vecinos. Eran jóvenes parejas que habían adelantado todos sus ahorros para hacerse con las viviendas de protección oficial que, años antes, habían adquirido por fortuna en un sorteo.
Pronto comprendieron que allí asistirían al transcurrir de los días en soledad, apartados, sobrevolados por aviones de mercancías y cazas; y que ya no se levantarían más grúas, que no vendrían nuevos vecinos a procrear, que nadie iba a instalar negocios, y que la Administración no tenía dinero ni interés para dotarles de consultorio y colegio.
Podrían haber resistido con estoicismo, pero la estocada les sobrevino, como al resto de la ciudad, con el cierre de la General Motors en el 2016. La producción de automóviles se deslocalizó a Europa del Este y Marruecos para ahorrar costes. Todos los empleados de la factoría y de las industrias proveedoras pasaron a engrosar las listas del paro. Ya nadie trabajó en Zaragoza.
Los arqueros, así se llamaban a los vecinos de Arcosur, emigraron en masa a la Europa rica y Latinoamérica. Quedaron, nos quedamos en la ciudad, los cobardes, los melancólicos y los menos formados. Arcosur comenzó a convetirse en lo que hoy es. Delincuentes y bandas juveniles derrumbaron las puertas e hicieron de los hogares fortines, de las manzanas su territorio.
Los fenómenos se repiten cíclicamente a lo largo de la Historia y del planeta. En Zaragoza ha ocurrido lo mismo que en los años ochenta en Detroit. La General Motors despidió a los obreros debido a la crisis económica del petróleo y a la competencia de la pujante producción automovilística surcoreana y japonesa. Los asalariados de Michigan abandonaron sus casas, y pandillas de jóvenes afroamericanos y asiáticos camparon a sus anchas en las calles.  La película Gran Torino plasma esa realidad: casas unifamiliares tapiadas y un puñado de los antiguos moradores conviviendo con el lumpen. Sin embargo, éstos no lo tuvieron fácil porque se las tuvieron que ver con Walt Kowalski (Clint Eastwood), el personaje principal, que les plantó batalla, en esta especie de western urbano que es el film. En Arcosur no contaba con veteranos de la Guerra de Corea con arrestos para enfrentarse a los malos. Así  que se instaló el caos.
No sé decirte, Juan, quizá duró un par de años. La delincuencia existe junto a la riqueza, cerca de ésta, a su sombra. Cuando no hay bienes que robar, con los que traficar, víctimas a las que vampirizar, el hampa termina haciendo la maleta. Y así, Arcosur quedó deshabitado y totalmente desfigurado: las puertas fueron arrancadas para avivar las hogueras, ya que se cortó el suministro de luz y gas, los cristales de las ventanas presentaban agujeros de disparos y pedradas como si hubiera sido el escenario de una guerra, desaparecieron las tapas del alcantarillado, los contadores de luz, los grifos: todo lo que contuviera cobre o metal. Arcosur se kippelizó.
El término lo introdujo el bueno de Philip K. Dick en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? No importa que no lo hayáis leído, ya tendréis tiempo, si habéis visto Blade Runner, y sé que lo habéis hecho, os haréis una idea. El Kippel es la herrumbre, la basura, el polvo, la escoria, la nada que se reproduce y todo lo puede. No, estoy en desacuerdo, David, la ciencia ficción no es fantasía, es una predicción mágica y certera del porvenir que nos espera.
Jorge era así de categórico en sus afirmaciones. Volvió a servirnos vino. Apretó la mandíbula y nos miró como un lobo en mitad de la noche. Estos cinco jóvenes marcharon a Arcosur a morir, continuó Jorge. Otros iniciaron antes el camino. Descubrieron que aquel barrio fantasma, en el que el vacío y la podredumbre lo destruían todo, era el lugar adecuado para acabar con su existencia. El kippel los envuelve y acelera su descomposición.
Mi amigo, los voluntarios están agotados. Van en busca de estos muchachos a la parada del antiguo tranvía, en la plaza Emperador Carlos V, donde se conocen por primera vez y deciden emprender el trayecto a pie, siguiendo las vías, hasta su destino; intentan convencerles de que vuelvan a sus casas con sus familias. Pero ellos reniegan de sus progenitores, los maldicen por haberlos alumbrado. Después los buscan en los pisos o en los garajes de los bloques de Arcosur. Los voluntarios son como guardabosques que intentan proteger a un animal en extinción, porque los jóvenes se han convertido en una especie rara, escasa, como lo fue el bucardo, condenada a desaparecer. Saben que es inútil hacerles rectificar para que vuelvan a la ciudad, pero prueban. Les hacen compañía, les ofrecen mantas, caldos y algo de comida, sin embargo todo lo rechazan. Y dejan a mi amigo solo, rodeado de gatos y perros vagabundos que sí que reclaman el alimento.
Mi amigo cuenta que cuando entró en la estancia el olor a orín y excrementos era insoportable, a pesar de que había corrientes de aire, y únicamente era tamizado por un leve hedor a leche podrida: a carne tumefacta. Los cinco estaban ovillados en un rincón, unos juntos a otros, como para darse calor, o para que lo más dubitativos quedaran bloqueados y no pudieran escapar.
No dejaron notas de despedida. Solo ralladuras en la pared, hechas con alguna navaja, que decían: la vida es una mentira. Se desconoce el motivo de la muerte, ya sabéis que las autopsias no se practican. Quizá fue de hambre, hipotermia, qué más da, murieron de tristeza.
Al principio de la hecatombe económica, los jóvenes se revolvieron con rabia, creyeron en la revolución pacífica para cambiar la realidad. Luego llegó la desesperanza.  Mi amigo me cuenta que cuando les incita para encontrar motivos para seguir viviendo, no recibe respuestas. Le miran como si fuera un espectro que emite ecos indescifrables desde otra dimensión. Es como si hubieran perdido el instinto animal de supervivencia. Callan y se dan media vuelta hacia la nada que les consume.
Por eso os invito a mi casa, os doy vino, os mimo y quiero, porque deseo que escapéis al Kippel.
Juan comenzó a llorar. ¿Lo haces por esos chicos?, es una historia triste, le dije. Dejé de mirarlo, para darle espacio, y volvimos a observar las cajas desperdigadas en el suelo. Lo hago por Jorge, me contestó. No supe cómo consolarlo. Le dije algo recurrente en estas ocasiones: a Jorge no le gustaría que estuviéramos tristes. Entrecortado por el hipo del llanto, Juan susurró: era como mi padre.
Me percaté, en ese instante, que era la primera ocasión en que había escuchado a Juan pronunciar la palabra padre. Nunca me había hablado del suyo. Pensé que no sabía nada de la vida de mi amigo, de lo que realmente importaba. Me apoltroné en el sofá y le palmeé la rodilla.

1 comentario:

  1. Responder

    Tornado Celeste
    5 de julio de 2013 19:24

    David García Molina:
    Excelente relato. Vayan para ti mis felicitaciones.

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