Nunca pinté nada; bueno… de niña sí, los trabajos que me mandaban en la
escuela, los que hacía en mi casa, los que compartía con amigos… pero, siendo
mayor, me di cuenta de que no tenía dotes para el arte pictórico.
Ahí tienen mi confesión. Mas la mente suele ponernos trampas y la mía
me hizo caer en una hace más o menos un mes. Me
consideré dueña de unos dibujos. No, me expreso mal. ¡Yo los había
dibujado! No, no… tampoco sería justo decir eso. ¡Yo había plantado el árbol, que
después se convertiría en el papel donde se crearía esa obra de arte, que sólo
a mí me pertenecía y a nadie más! Así creo que se entenderá mejor lo que llegué
a sentir por esas láminas.
Junto a unos amigos, todos escritorzuelos, según nos denominó una de
ellos, decidimos lanzarnos en temeraria aventura: hacer nuestra propia edición.
Una antología donde se recopilarían diversos cuentos de los miembros de este
grupo. La idea nos gustó, pero era necesario ponernos de acuerdo en la temática
o encontrar un hilo conductor sobre el cual escribir.
En eso estábamos cuando a una de estas amigas se le ocurrió una idea que
yo considero brillante. Nos puso ante nuestros ojos pinturas de su padre. ¿De
qué se trataría el emprendimiento? Pues de inspirar nuestros cuentos en
aquellos dibujos o en adaptar alguno que tuviéramos y le acomodara a la
perfección. Se decidió que cada uno tomaría una lámina y la trabajaría en forma
de literatura. Yo, sin más permiso que el de mi propia persona, me apropié de
las que me pareció.
Los dibujos calaron tan profundamente en mí y me gustaron tanto, que
propuse hacerle un homenaje a su autor, Lucio Sahagún, dedicándole el libro que
íbamos a autoeditar. Su hija nos dijo que no. Expresó con real firmeza que su
padre sólo desearía ser uno más de nosotros. Ella lo conocía profundamente y
nos envió una carta en la que daba las razones, que por cierto lo enaltecían y
hablaban muy bien de él como ser humano.
El tiempo transcurrió y yo cada vez me sentía más compenetrada con los
dibujos y los relatos que pondría bajo ellos. Pero toda esta magia que bullía
dentro de mí fue hecha pedazos, sí, destrozada con la más brutal crueldad, por
un email en el que una amiga, la que nos llama escritorzuelos, osó tomar uno de
mis dibujos para uno de sus textos. Fue ahí, en ese preciso momento, en el que
yo me sentí estafada, robada, indignada, herida en lo más profundo de mi ser.
¡Cómo alguien se atrevía a tomar aquello que era mío y sólo mío! Entonces
surgió en mí —tengan en cuenta ambles lectores que todo se trata de mí— el Pithecanthropus
erectus que todos llevamos dentro. Renuncié al emprendimiento. Yo, sí, yo,
había sido víctima de una dura traición. Lo peor de esta situación es que la
viví realmente como la narro. Parece mentira, pero es cierto. Ahí comenzó una
lluvia de mails que trajo de la mano a mi razonamiento, que no sé en dónde se
había metido, y comprendí que no me pertenecían los dibujos. Casi lloro al
darme cuenta. ¡Cómo no podían pertenecerme aquellas bellezas! ¡Si yo ya las
sentía carne de mi carne! Reflexioné —eso siempre viene bien—y me di cuenta de
que nunca habían sido mías. Sólo me quedó volver, con la frente marchita, y
enfrentar las consecuencias. Las hubo, sí, señores: escribieron sobre el
jamacuco que me había dado y se rieron de mí. Yo, sí, una vez más yo, tuve que
darles la razón. Después, varios dibujos se han compartido, pues cada escritor
da su visión de la lámina y todos tan contentos.
Hace dos días que, por medio de una maqueta de lo que será el libro,
miren si esto no es una terrible ironía, me vengo a dar cuenta de que aquel
disgusto mío, sí, mío, había sido en vano. Es que, la siempre despistada amiga
que nos llama escritorzuelos, había subido mal el dibujo y no se quería quedar
con el “mío”. No se dio cuenta del número que escribió y era un error. Ella va
a poner otro dibujo a su relato. Cuando le dije que la lámina que había
elegido, en un principio, era otra, me contestó que qué tenía que ver ese
dibujo con su relato. Le di la razón, cerré mi boca y ni le mencioné que ella,
con sus errores de distracción, era la culpable, palabra que no puede ni ver
escrita, del jamacuco que me poseyó en su momento. Les doy todos los permisos
que sean necesarios, para reírse de mí como yo misma lo hago.
Se despide de ustedes, con una caricia de su pluma,
Tornado Celeste.
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