jueves, 4 de julio de 2013

El jamacuco




Tornado Celeste se despertó a las cuatro de la mañana, sudorosa y con lágrimas en los ojos. Su esposo había encendido la luz de la mesilla y, con voz suave, intentaba calmarla: “Despertate, miamor, es sólo un sueño” —le decía.


Ella entonces le abrazó y escondió el rostro en su pecho, llorando desconsoladamente: “Me sacaban todos, toditos los dibujos. Me sacaban los relatos sin darme pelota y los hacían volar como avioncitos de papel por la vereda. Luego pasaban los caballos al galope, con jinetes deformes con cabeza de carnero, degollando gallinas y manchando con sangre, con mi propia sangre, el libro que la mejor editorial me había publicado, en tapa dura con encuadernación de piel y mi nombre en letras de oro grabadas a fuego sobre el lomo. Yo corría tras sus cascos, intentaba recoger los libros y salvarlos de una inundación, pero los paraísos me azotaban con manitos de escarcha. Sabía que, en algún lugar de mis recuerdos, una vieja película luchaba por abrirse paso y, al gritar su nombre, la Reina de Corazones me daba jaque mate con un burro con botas. Las sirenas surgían de las fuentes desbordadas que manaban la leche de la mujer muerta de parto y un ejército de soldados niños, con los ojos —negros como el pecado— colgando de sus cuencas, disparaban contra Franco. Dalí, Picasso y Goya transportaban un cubo gigantesco y transparente, lleno de árboles, hasta un molino manchego del Camino de Santiago. Eran míos, eran míos… ¡eran míos y me los sacaban todos!”


—Es sólo un sueño, miamor —decía Franco mientras, con un apéndice en su espalda como garra de águila, repartía todos los dibujos del boticario entre las gallinas del corral, que se los disputaban a picotazos, arrancándose las plumas y los ojos. Al fondo, muy al fondo del paisaje, alguien reía, emboscado, pero su figura larguirucha descubría al Quijote redivivo del siglo XXI.


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