Ella se me había adelantado. De entre todos los dibujos había elegido
precisamente ese; recurrí a mi sonrisa más hipócrita, apreté los dientes y
pensé, por un instante, que el dibujo valía hasta la última gota de mi sangre,
hasta la última viscerilla que se retorcía en mi interior ante la idea de
perderlo. Pero, tengo que reconocerlo, soy una cobarde; me debatía entre la
necesidad de arrebatarle a mi rival el trofeo y el miedo a perder la
compostura, algún mechón de mis hermosos cabellos, y la dignidad a manos de la
furia transoceánica.
En el papel, el Gran Cabrón me observaba
con ojos burlones; con esa mirada cínica y mordaz del que todo lo sabe y nada
espera que le sorprenda. Una gallina se cobijaba en su regazo e intuí que ese
estúpido animal me representaba mejor que cualquier fotografía. Desde luego yo
no era el lobo que asomaba por encima de su hombro.
Volví a mirar el dibujo, no había duda, yo era la gallina; ese animal que
sintetiza a la humanidad: imbécil pero con el germen de la vida en su interior,
engendradora del huevo, ese símbolo sincrético de todas las civilizaciones que
en el mundo ha habido. “No está tan mal” pensé. Y recuperé parte de mi orgullo mientras
buscaba un asomo de complicidad en los ojos del carnero.
Además la gallina estaba cerca del corazón del representante del Abismo, eso debía significar algo que se me
escapaba, pero que hacía que me sintiera segura. Adormecida pero segura,
oliendo a azufre pero segura, contaminada por la maldad, pero segura.
Y el Carnero murmuraba nombres desconocidos para mí. Como ecos me llegaban
los nombres de Asmodeo, Samael, Forcas, Raum y Eisheth Zenunim. Sonidos que me
hablaban de los ángeles de la noche, esos que son protectores o malvados según
quien los invoque. Puedes hacerlos tus esclavos, decía un eco susurrante, pero
has de ser más fuerte que ellos. Míralos de frente si alguna vez los ves, y no
apartes tus ojos de los suyos; solo así podrás imponerles tu voluntad, te
reconocerán como uno de los suyos y podrás dominarlos. No olvides que pueden
hacerte daño solamente si se valen de tu
mente para conseguirlo, ya que no están en el mismo espacio físico que los
humanos. Si te lanzan llamas no queman porque no son reales, pero te abrasarás
si bajas la mirada.
El sacrificio habrás de hacerlo en septiembre, cuando salga Lucifer en la
tarde: con la luna en creciente y con la sangre de tu menstruación. Tendrás que
discernir a los ángeles de la noche de los ángeles de Yahvé, a ellos, por el
contrario, jamás les mires. Son seres poderosos porque no tienen puntos flacos,
e irrumpen en el mismo plano físico de los humanos. Guárdate de ellos para
sobrevivir sin mirarlos porque podrías terminar convertida en sal o quedar
ciega.
Fui a la ventana, el lucero de la tarde, Lucifer, estaba solitario en el
firmamento y brillaba. Pero la gallina se encogió de hombros y pensó que no era
necesario molestar a las fuerzas del bien y del mal para evitar que un Tornado
Celeste me arrastrara, me masacrara y me dejara hecha una piltrafa. Además,
noté que el diablo sonreía a mi rival de una forma que no dejaba lugar a dudas:
el Gran Cabrón la prefería a ella, y a mí no me apetecía nada quedarme ciega,
por no hablar de lo de convertirme en estatua de sal. Y, encima, de lo de la
menstruación, ya ni me acuerdo.
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