Él…
Deslizarse las puertas del
ascensor y abrirse las puertas del cielo fue todo uno. Allí estaba ella,
Blanca, como una diosa, enfundada en un elegantísimo, y supuse que también
carísimo, traje de chaqueta negro ajustado que a duras penas lograba ocultar la
contundencia de sus curvas.
La reconocí al primer vistazo.
Ese pequeño lunar a la izquierda de su labio superior la delataba. Eso, y sus
ojos acerados de gata, ahora custodiados por unas pestañas infinitas bajo unas cejas sutilmente
delineadas, su naricita respingona y su boca ,ay, esa boca, que dejaba ver unos incisivos
blancos como la más blanca de las nieves. Todo aquello que en su momento hizo
que perdiera la cabeza, había mejorado sin ninguna duda con el paso de los
años, y la que fuera de joven una aprendiz de princesa se había convertido, por
lo que podía intuir, en la reina de las finanzas.
Ella apenas me miró. Lo único
que me indujo a pensar que era de carne y hueso fue un pequeño gesto en forma
de suspiro de impaciencia por los segundos preciosos que le estaba haciendo
perder por no entrar en el ascensor.
Pulsé el piso 87 y me acomodé
en un rincón. No me había equivocado. El botón iluminado de la planta 99 me
confirmaba que se dirigía a Standard & Rick’s, la Empresa de los ejecutivos
de moda, los que determinaban a golpe de informe, como si del pulgar de un César
electrónico se tratara, qué países eran los emergentes y cuáles eran los
condenados a seguir sirviendo de caladero de mano de obra barata. Le cuadraba a
la perfección. Siempre había querido ser la número uno y llegar a lo más alto,
y en su defensa debo de argumentar que nunca lo escondió.
¡Qué lejos quedaban aquellos
años (¿Cuántos? ¿Quince? Nooo, más de
veinte) en los que éramos pareja! Seguro que ella me había olvidado por
completo. Era comprensible, en aquella época yo llevaba el pelo largo, una
barba desigual de hippie progre, gafas sin graduar a lo Lennon y vestía con
camisetas varias tallas por encima de la mía para disimular mi barriguilla,
cincelada a base de horas de mus y cerveza en el bar de la universidad. Y ella
siempre tan mona, tan coqueta, tan pulcra y en perfecto estado de revista. Mis
amigos se hacían cruces preguntándose qué habría visto aquella aspirante a
Afrodita en mí y yo bromeaba con la situación
aunque, en mi fuero interno, tuviera las mismas dudas que ellos.
Blanca. Podía ver su perfil de
deidad griega en donde se marcaban de forma exagerada unos pómulos altivos coronados
por un ligero toque de maquillaje. Por lo reducido del habitáculo me llegaba su
perfume, delicado y discreto, con un
suave aroma de mandarina fresca. El
ascensor subía veloz y silencioso: treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y
seis…
Quise decirle algo pero
¿tendría sentido? Por su aspecto deduje que sus tacones se clavaban en moquetas
de lana, que no viajaba en clase turista y que frecuentaba los restaurantes más
exclusivos de la ciudad. También era una casualidad que, de todos los edificios
y de todos los ascensores del mundo, hubiera elegido aquél de Nueva York. Me
pregunté a cuántos hombres había utilizado desde que me dejó. ¿Qué había sido
de su vida desde que la perdí de vista aquel aciago día? Verla de nuevo me
trajo recuerdos que creía bien muertos y mejor enterrados: los paseos bajo los soportales de
la Plaza Mayor, los besos y los juegos de manos en los cines de la Gran Vía, las
tardes de lluvia y parchís con los amigos, las escapadas con mi seiscientos de
tercera mano en busca de los rincones menos iluminados… y el día en que la
conocí. Lo recordaba como si acabara de suceder. Fue en el Bogart,
un coqueto bar de copas en el que yo trabajaba los fines de semana por
aquel entonces. Iba con algunas amigas pero yo sólo tuve ojos para ella. Tras anotar
lo que querían tomar le dije impostando la voz:
-
Si
necesitas algo, muñeca, silba. ¿Sabes silbar, verdad? Sólo tienes que juntar
los labios y soplar.
Y la última. También vino a mi
memoria la última vez, la noche en la que con toda la frialdad del mundo,
mientras se vestía, me dijo que creía
que se había enamorado de Víctor no-se-qué, el profesor de estadística
económica, veinte años mayor que ella, poseedor de una endiablada verborrea,
una sonrisa deslumbrante y, por qué no
decirlo, de un porsche descapotable por el que suspiraban la mitad de las
alumnas. Se despidió dándome un poco de mi propia medicina confeccionada a base
de retazos de frases de cinéfilo de medio pelo:
-
Todos
tenemos un destino, bueno o malo. Pero no te preocupes, siempre nos quedará Madrid.
Sujetando el pomo de la
puerta, puso en un beso en la palma de su mano, lo sopló en dirección a mi
fláccido cuerpo y desapareció de mi vida.
Ella…
Fue como si se abrieran las
puertas del averno. No me lo podía creer. Era Casimiro, sin ninguna duda, Aquel
espécimen decadente del género masculino que estaba a punto de entrar en el ascensor era Casimiro. Estaba muy cambiado,
pero lo hubiera reconocido en cualquier parte del mundo. Debía de haber engordado al menos treinta
kilos desde la última vez que lo vi. Una papada ostentosa le colgaba por encima
del desgastado polo negro de cuello vuelto que se tensaba de forma espantosa en
la zona abdominal. Sus entradas de juventud se habían transformado en unos canales
anchísimos separados tan sólo por una cresta de pelo en estado de rebeldía. Puede
que, para compensar, se hubiera dejado esa coleta desaliñada que llevaba sujeta
con una goma multicolor de mercadillo. Por lo que pude ver en medio segundo, no
había evolucionado mucho en su forma de vestir. Aquellos pantalones vaqueros
desgastados y las zapatillas de color indefinido con los cordones desabrochados
lo delataban. Lo supe desde el primer momento, era un perdedor.
¡Vaya casualidad! Lo pequeño
que es el mundo, pensé. Mira que encontrármelo allí, en un ascensor de un edificio
alejado más de cinco mil kilómetros de su querido Madrid. Siempre estaba con lo mismo, que si la
movida, que si la vida nocturna, que si no existía ninguna ciudad tan abierta, que
si la amabilidad de la gente, que si esto, que si lo otro. Casimiro y su
pequeño y aburrido universo, reducido a la
capital del Reino y a frases copiadas de las películas en blanco y negro a las
que era adicto. Recordé el día en el que nos conocimos. Estuvo toda la tarde
mariposeando alrededor de la mesa de un antro lleno de humo en donde entré por
casualidad con mis amigas a esperar que escampara tomando una copa. Acabó presentándose:
-
Mi
nombre es Casi.
Y, como llevaba toda la tarde
jugando a ser quien no era y poniendo en su boca sentencias de celuloide, me
quedé a la espera de un atisbo de ingenio en la segunda parte de la
presentación que no llegó.
-
¿Casi?
¿Casi, qué?
-
Casimiro.
Durante el tiempo que estuve
con él, mis amigas no pararon de hacer bromas con su nombre: casi guapo, casi
alto, casi hombre. Por aquel entonces yo pasaba una mala racha; acababa de
salir de un desengaño amoroso y quise probar algo diferente. A ratos, Casi era simpático,
dicharachero, me hacía reír y me trataba como a una reina, por no hablar de
todas las copas a las que me invitaba en el… Bogart, eso es, el local se llamaba Bogart, un pequeño tugurio decorado con fotografías enmarcadas de
actrices y de galanes de cine engominados de los años cuarenta. Lo nuestro duró
poco, apenas unos meses, un paréntesis en mi vida sentimental hasta que me vi
obligada a admitir lo que ya sospechaba antes de conocerlo. No tuve más opción que
mentirle de forma piadosa la tarde que me despedí de él en aquella habitación
del hotel en las afueras. Creo que no hubiera soportado la idea de que lo
dejaba porque me había enamorado locamente de una treintañera, guapa,
inteligente y directora financiera de una importante multinacional.
Ellos…
De repente, mientras ambos
estaban sumergidos en sus recuerdos, se escuchó un ruido sordo y seco y el
ascensor se detuvo. Durante un par de segundos que se antojaron eternos sólo
hubo silencio. Luego la maquinaria comenzó a chirriar, a quejarse, a emitir
unos sonidos agudos sobre sus cabezas mientras el habitáculo daba pequeños
saltos, como si quisiera ceder a la gravedad. Blanca lo miró, con la boca
abierta en una mueca de sorpresa. Casi la miró, con la boca abierta en una mueca de miedo. El
indicador luminoso se detuvo en el piso 78.
Sucedió todo muy rápido. La
luz se apagó y se encendieron unas pequeñas bombillas de emergencia que
convirtieron la cabina en un conjunto de sombras grisáceas y siluetas amarillentas.
Blanca no pudo reprimir un pequeño grito. Su mano, de forma instintiva, buscó
algo en donde asirse y encontró los dedos de él. Estaban fríos, rígidos. Los de
ella, húmedos. Rompieron casi al unísono el silencio cuando los cables cedieron
y el ascensor comenzó a caer hacia el sótano acelerando a nueve coma ochenta y
un metros por segundo al cuadrado.
-
Casi
-
Blanca
Ninguno de los dos se percató
de que, inexplicablemente, la música ambiental del ascensor no se había
detenido y a través de los pequeños altavoces se desgranaban las notas de As time goes by…
Interesante historia, Janfry, con un final sorprendente. Me ha gustado. El azar se identifica aquí con el famoso dicho: el mundo es un pañuelo. Pero sí que es casualidad que los dos personajes se encuentren justo en uno de los miles de ascensores que hay en Nueva York y a la misma hora, aunque es verdad que circunstancias incluso más inverosímiles ocurren todos los días.
ResponderEliminarEn cuanto al estilo, revisa los diálogos: estos deben de empezar pegados al guion, y no separados de él.
Buen relato, señor Vogart.
Gracias por el comentario y el consejo. El Word, como la vida, te da sorpresas.
EliminarPues gracias a la señorita Hoffenmeier me entero dónde estaba el azar en este relato impecablemente escrito. Lo de los guiones es pecata minuta; son necesarios para ampararse en el uniformismo literario, pero no desdibuja lo escrito. Supongo al autor o autora, admirador o admiradora (me niego a poner @ y esas cosas), o por lo menos conocedora de la poesía de Joaquín Sabina. Lo de enviar un beso al despedirse soplando en la palma de la mano es genial ("me envió dos besos: uno por mejilla"). Muy interesante también la distribución en El, Ella y Ellos. Siempre en la vida es así, no todos tenemos la misma versión sobre los mismos hechos.
ResponderEliminarEl azar es el hilo conductor de todo el relato. No sólo por el encuentro en el ascensor, sino por los nombres de los protagonistas, el lugar donde se conocen, la música del ascensor y algún que otro detalle que dejo que, a buen seguro, podrá encontrar con sólo proponérselo.
EliminarDéjeme que le informe que el pobre Casi se quedó desolado tras la marcha de Blanca y tardó en aprender a olvidarla 19 días y algunas noches más; que, algunas veces, recostó su cabeza en el hombro de la luna para hablarle de esa amante inoportuna. Se bajó en Atocha, se quedó en Madrid, creo que en la calle melancolía, aunque no puedo dar ese dato por cierto. Gracias, Jilguero, por su tiempo. Grande Sabina.
Oye, pues me ha gustado. Hasta he sentido lástima por el pobre Casimiro, ese nombre ya marca. Lo de la coleta de calvo "progre" termina de machacar al personaje. lo he leído sin respirar. Buen relato, y, a los guiones, que les den.
ResponderEliminarAntoñita, eso de que "a los guiones, que les den", no sé, creo que tampoco es eso. Estoy de acuerdo en que el fondo es el alma del relato, pero, ¿y el cuerpo? Tampoco hay que descuidarlo. Si la forma también se cuida, pues aún mejor, ¿no te parece? Si hice ese comentario sobre los diálogos fue con la única intención de hacer una crítica constructiva que pueda servir al autor o autora a mejorar su estilo. Simplemente eso.
EliminarAlgunos nombres parecen predisponer a un futuro poco prometedor. El de Casi era por exigencias del guión. Gracias por su comentario y su defensa del anarquismo literario frente al formalismo académico.
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