lunes, 29 de septiembre de 2014

A CONCURSO: 12 - ANSELMO, por MPFaro



ANSELMO

Hay circunstancias en las que  se hace patente lo que el  azar puede cambiar toda una vida.
Mi padre lo conoció en la década de los 50 cuando empezó a trabajar en el hospital psiquiátrico de aquella ciudad y jamás pudo olvidar su historia. El hospital era un edificio que se adivinaba haber conocido una época más gloriosa. Antigua propiedad de unos condes de la zona había pasado a ser patrimonio estatal hacia lustros. En él mi padre atendía a los enfermos además de pasar a ser su confidente en ocasiones.
Anselmo era un residente pero no se trataba de un  enfermo conflictivo. Era delgado de tez pálida y ojos grises de mirada perdida. Todas sus demostraciones de locura se limitaban a alguna excentricidad pero en aquellos años de postguerra eso convertía a cualquiera en candidato a ingresar en un manicomio. Allí convivían los seres más molestos que la sociedad de entonces ni sabía ni podía tratar adecuadamente. No eran centros donde se sanaba sino simplemente el lugar al que se retiraba a los enfermos mentales de la vista de los “normales”.
Era un hombre que había rebasado los 60 años de mirada triste y traje raido. Podía pasarse horas hablando frente a una silla vacía, decía comer a diario en compañía de Alfonso XIII  y presumía de tener diálogos con el espíritu de Miguel Servet quien “tenía una conversación inteligente pero que desprendía un cierto olor a chamuscado”. Le apasionaba leer y a veces el personal del centro se veía en la necesidad de obligarlo a dejar la lectura para acudir al comedor o irse a la cama. Si se le hubiera permitido, habría  dejado de alimentarse y de descansar por no dejar su afición tal y como ya había hecho antes de ser recluido.
Ignacio, otro orate,  se afanaba en coleccionar cuantas chapas de botella se hallaran su alcance. Su mente enferma transformaba las chapas en condecoraciones adquiridas por él mientras ejercía su profesión de policía. “Esta me la concedieron cuando frustré el asalto del banco. Esta otra por haber localizado a una mujer secuestrada…”
Es lo que gustaba  narrar a todo el que estuviera dispuesto a escucharle…o no. Asimismo, aseguraba mientras blandía su supuesta pistola que no era otra cosa que una pastilla de jabón, haber sido quien había logrado detener al asesino de Julio Cesar...
Ignacio y yo éramos sus únicos amigos y por tanto a los que fue capaz deconfiarnos su historia.
En la guerra fue un soldado, como muchos miles sin ningún convencimiento, al servicio de uno de los bandos. Después de capturar una difícil posición halló el cuerpo sin vida de un chaval vestido con el uniforme del ejército enemigo. En su bolsillo había una pitillera plateada con un solitario cigarrillo y una foto.
Guardaba ambos objetos asegurando que le librarían de todo mal.
Continuamente palpaba la pitillera con el temor de que alguno de los residentes se apropiaran de ella. Incluso todas las noches pedía a mi padre que la guardara  en un cajón de su despacho mientras él dormía. Era la mayor de las posesiones que había tenido jamás.
Ni siquiera esa pitillera evitó que Anselmo muriera víctima de un infarto a los 82 años aferrado a ella.
Mi padre, que sentía un sincero afecto por el pobre demente, acudió a su pueblo para informar a la familia y para llevarles el objeto de culto. Se trataba de una villa castellana de casas viejas y suelo empedrado por donde correteaban niños con bata de listas y famélicas gallinas.
No quedaba  nadie allegado. Solo una sobrina lejana. Cuando mi padre se presentó ante ella, le hizo pasar a su casa y después de haberle sacado un vaso de vino y unas rodajas de salchichón,  reveló que su  tío había perdido la razón a raíz del hallazgo del cadáver de un joven durante la guerra.
 El azar quiso que Anselmo encontrara muerto con el uniforme del ejército enemigo a su único hijo. En su pitillera junto a un cigarrillo estaba la foto de su padre.

1 comentario:

  1. El Jilguero carmesí1 de octubre de 2014, 11:14

    Triste relato, como todos los que se refieren de algún modo a la pérdida de la razón del ser humano. La revelación final, además certificar la cualidad de azar de la historia, deja en el aire la posibilidad de quién pudo causar la muerte del joven soldado. Está escrito cómo una crónica de algún suceso cierto y pese a que las comas salpican el relato a la buena de Dios, está muy bien.

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