Transcurría el 1910; una mañana de diciembre, con el frío y la
humedad calándole los huesos, partió Venancio de un pueblito de Galicia, rumbo
al puerto, con una maleta de cartón que contenía pocas pertenecías y muchas
ilusiones. Ilusiones de poder ganar dinero en las Américas para así ayudar al
sustento de su familia, que como todos los pobres, estaban escasos de bienes
pero abundantes en hijos; eran 12, de los cuáles ya algunos habían partido del
hogar. El mayor, rumbo a México, la segunda se casó muy jovencita con un vecino
de la aldea, dos de las niñas fueron al
convento de monjas. Tocaba ahora el
turno de partir a Venancio, quién tenía ilusión, y Antonio, su amigo, que ya lo había hecho y
le escribía entusiasmándolo a que con solo 17 años decidiera abrir nuevos
horizontes allende los mares. Dejando atrás a sus padres, humildes campesinos y a los hermanos pequeños que aún necesitaban ayuda.
Él
escogió Cuba; a su amigo le iba bien allí pues tenía trabajo, se mantenía y
enviaba algunas perras a su familia en la aldea. Antonio vivía en Oriente, con
buen clima, alegre música y gentes acogedoras.
Venancio fue a parar a Manzanillo, puerto de mar con un floreciente
comercio, porque atracaban barcos mercantes a cargar mercancía.
Empezó
trabajando en un almacén de víveres, Suárez y Co., de un asturiano emigrante,
quién le brindó empleo en el almacén y un humilde cuarto en el fondo. El mismo
contenía una cama, con más semejanza a un catre, una mesita de noche y un
escaparate de dos lunas; una parte se abría y tenía tablas para poner la ropa
interior y otras pertenencias; en la
otra había una barra para colgar las pocas prendas de vestir que quedaban
holgadas en el espacio: A un lado, casi saliendo del cuarto había una mesa de
madera, sobre ella una pequeña hornilla de gas y dos platos, que con los cuatro
cubiertos que había en la gaveta, formaban un pequeño comedor, con facilidades
para colar un cafecito por la mañana. Costumbre muy cubana, pero que al
añadirle unas gotas de coñac, cambiaba de nacionalidad al convertirse en el
típico carajillo, que reconfortaba en los días húmedos y animaba para comenzar la faena diaria, tan
temprano como las seis de la mañana. A esa hora llegaba la mercancía al
almacén, que él tenía que descargar y acomodar, para poder atender a los
parroquianos que comenzaban a comprar a las ocho de la mañana. El almacén
cerraba a las seis de la tarde, aunque él continuara faena hasta las ocho de la
noche.
Había
en el barrio un humilde quiosco que manejaba Pepa, quien también había emigrado
con su esposo fallecido por paludismo al poco tiempo de llegar. Quedó sola, al
no tener descendencia, por lo que trabajaba en un pequeño negocio vendiendo
prensa, caramelos y chucherías para los niños de un colegio cercano, más
billetes de la lotería. Para los billetes contaba con una nutrida clientela
entre los españoles amigos, que como no podían abandonar el trabajo para ir al
quiosco, ella les llevaba el billete el
viernes, vísperas del sorteo.
Su
paisano Venancio, su amigo y coterráneo era uno de sus acostumbrados clientes.
Ella lo visitaba muy temprano antes de que abriera el negocio, y se reunian en
su cuarto a compartir el carajillo matutino que tanto disfrutaban mientras
hacían cuentos del terruño, llenos de nostalgia y algunas veces con tristeza. Es el destino del emigrante, siempre termina en “ar” añorar, soñar,
trabajar y suspirar.
Venancio
no tenía tiempo de salir a divertirse, por lo que empleaba su dinero con gran fe
todos los sorteos, comprándole un billete entero de la lotería, al cual siempre
le faltaba un décimo, con el que se quedaba Pepa, uno de cada billete que vendía, invirtiendo
en ilusiones lo que podía ganar con la venta.
Pasaron así los años, ganándose
Venancio la confianza del patrón, quién algunas veces lo enviaba a Santiago de
Cuba a gestionar en otros almacenes la compra y envío de ciertas mercancías,
sobre todo los turrones en época navideña.
En el mes de noviembre de 1920, fue
Venancio a Santiago de Cuba por tres días, regresando un domingo, pasaron
varios días hasta que preguntó por Pepa, pues no había estado el viernes
anterior, por lo que no pudo comprarle el billete, pero le extrañó que no hubiera vuelto a visitarle como era
costumbre.
Se llevó una gran sorpresa cuando
le informaron que Pepa se había regresado a Galicia porque se había ganado el premio gordo de la lotería en el sorteo
del sábado anterior. El premio ganador fue el 6893. Venancio
tragó en seco, ese era el número que llevaba años jugando él, era su
fecha de nacimiento seis de agosto de 1893. Dos sentimientos afluyeron a su
mente: primero, la alegría de saber que el
azar había tocado las puertas de su amiga, cumpliendo su sueño, segundo, la tristeza que por estar
él ausente no fuera él también participe de esa gran suerte. Pero aparentemente
el destino, azar o como quieran llamarle no estaba de su lado, así que dejó de
pensar en eso y siguió faenando como de costumbre, de sol a sol.
Llegó la Navidad, que pasó sólo
en su habitación, porque la noche antes, Nochebuena, había salido después del
trabajo con su amigo Antonio a comer lechón asado, frijoles negros, arroz
blanco y yuca, en casa de una familia cubana que eran clientes del almacén
donde trabajaba, quienes al saber que estaban solos, los invitaron a que
participaran de la cena familiar. Él aportó los turrones españoles que vendían
en el almacén y una botella de Marqués de Riscal, vino muy conocido; su amigo
llevó una botella de sidra El Gaitero y
otra de Domecq, para hacer “España en llamas” bebida muy conocida en los festejos cubanos,
que consistía en mezclar sidra con coñac. Lo pasaron bien, aunque no pudieron
evitar la nostalgia por los que allá se quedaron.
Ese día de Navidad estaba cerrado
el negocio, «¡al menos celebraban las fiestas!». Aprovechó él la oportunidad de dormir un poco
la mañana, dedicándose después a limpiar su cuarto, que con el trabajo excesivo
tenía desordenado.
Abrió el escaparate, sacando toda
la ropa de las tablas para limpiar el polvo y acomodarla de nuevo, gran
sorpresa se llevó cuando al levantar los seis calzoncillos que tenía, vio en el
fondo un sobre con su nombre; al abrirlo
no pudo contener la emoción y dio un grito. “¡Dios mío, aquí está el billete!” exclamó
emocionado sin dar crédito a lo que veía, pero allí estaban sus noventa y nueve
fracciones del billete premiado con cien mil pesos. ¡El azar también había tocado a su puerta!.
En aquella época esa cifra era
una fortuna; de hecho Pepa con sus mil
pesos, que también eran bastante, se fue de regreso a su patria. Ella había ido
ese viernes al almacén a buscar a Venancio y cuando le dijeron que estaba de
viaje, fue al cuarto, dejando los billetes escondidos debajo de la ropa, pues
estaba segura de que al regreso se los pagaría. Confiaba en su amigo que había
sido un cliente fijo para ese número
todas las semanas durante muchos años.
Con ese dinero fue Venancio a
España, las primeras vacaciones de su vida; llevó regalos para todos, haciendo
una generosa aportación a sus padres para mejorar la humilde casa en donde
habitaban, ya que los hermanos iban creciendo y requerían de espacio extra en
donde dormir separados las niñas de los niños.
Regresó al mes a Manzanillo, allí
compró un local muy bien situado; él conocía bien ese mercado y abrió su propio
almacén de víveres, el cual tenía una casa al fondo con todas las comodidades:
baño adentro, cocina con espacio para comedor, sala y dos habitaciones
dormitorios
Al poco tiempo contrató para que
le atendiera el hogar y le cocinara a una empleada doméstica; era una mujer joven
de la raza negra, muy eficiente, prudente y bien educada. A pesar de sus raíces
humildes, tenía una gran educación y sabía comportarse y guardar bien las apariencias. Su nombre, Juana Vega.
Juana estuvo al servicio de
Venancio, hombre honrado y trabajador, que le llevaba unos diez años de edad, lo
que no impidió que se enamorara de la muchacha y ella pasara de empleada
doméstica a acompañante, sin haberse casado con el hombre, con quien procreó
tres niños, que aunque tratados como
hijos, nunca fueron reconocidos legalmente por él, llevando el apellido de la madre, Vega.
Eran
dos niños y una niña. El mayor, Marcos, muy amistoso a quién le gustaba la
gente y conversaba con todo el mundo: Era un mulato fuerte y tenía muy buena
presencia, bonita era la mezcla de negra con gallego, tan comentada en la provincia de Oriente, en
donde decían que: “las mujeres más hermosas eran las mulatas orientales”. (En
esta clasificación como gallegos, en Cuba entraban todos los españoles, sin
distinguir el lugar de origen)
Marcos
desde pequeño fue buen estudiante, vivían en la parte de atrás de la casa
patriarcal, a la cuál añadieron dos habitaciones más para los niños, cubriendo las
apariencias, aunque de todos era sabida la relación que sostenía Venancio con la
buena mujer. Además decía un refrán en
aquellos tiempos “hijo ilegitimo señala al padre” siendo evidente el
parecido que había entre padre e hijos,
que aunque con piel morena tenían las mismas facciones.
Todo
iba muy bien, ya los tres hijos eran adolescentes, buenos muchachos y buenos estudiantes,
cuando de repente, Venancio falleció de un infarto, dejando a la familia
totalmente sola y sin medios económicos.
Juana, se mudó a Santiago de Cuba
para estar cerca de un hermano que le ofreció protección cuando la vio
desamparada. Allí alquiló una humilde casita cerca del Cuartel Moncada,
consiguiendo la contrata de muchos militares para el lavado y planchado de los
uniformes, lo cual, aunque era una labor muy dura, le dejaba dinero para
sustentar a su familia.
De
hecho, gracias a eso, pudo lograr que su segundo hijo Benny (diminutivo de
Venancio) a los dieciocho años, entrara como guardia al cuartel, pasando las
pruebas. Con esto se consiguió una entrada de dinero más y una boca menos para
mantener.
Marcos
tenía ilusiones; ya había terminado el bachillerato y quería ser veterinario; le
encantaban los animales y casi era el San Francisco de Asís del barrio, pues
socorría y alimentaba a cuanto animalito abandonado se encontraba en el camino.
A través de las relaciones de la madre, también le dieron trabajo en el
cuartel, como civil, ya que no quería ser militar; ayudaba a limpiar las
cuadras, a alimentar y a vacunar a los caballos, en lo que con gran
ilusión esperaba a que se presentara la oportunidad de hacer la carrera de
veterinario.
Pero el azar a ellos también le tenía algo deparado.
Ellos lo consideraron un milagro, pues fue algo que solo las buenas gentes pueden lograr,
además de los santos del cielo, para los creyentes.
Llegó a Manzanillo a hacerse
cargo del negocio un sobrino de Venancio, hijo de la hermana, llamado Alfonso Mariño
Díaz, nombrado por la ley heredero de
los bienes de su tío en Cuba. Era una buena persona, a quién cogió de sorpresa esta herencia,
decidiendo venir a América a disfrutar de la misma, con el propósito también de
generar fortuna para continuar ayudando a los suyos, siguiendo las huellas del
tío, haciéndose cargo del próspero
negocio.
No fue hasta dos años después de
fallecido el tío, que un día moviendo un buró que había en la oficina del
almacén encontró en una gaveta secreta una carta dirigida “al Juez de turno” no
sabía mucho de leyes, pero como era
hombre consciente buscó un abogado para que le orientara que debía hacer con
ese documento.
Le explicó que era heredero de su
tío que e.p.d., don Venancio Díaz, que él, al no dejar herederos directos, le
habían pasado a su nombre todos sus bienes, que incluyen el almacén de víveres
Díaz Incorporado y la casa residencial adyacente. También le narró como
encontró el sobre que le extendía en ese momento para que el abogado lo
examinara y le orientara de como proceder y si había que ir a ver al Juez que le
acompañara. Él, de asuntos legales no sabía nada, pero era su interés que las cosas se hicieran bien en beneficio
de todos.
El abogado le advirtió que cuando
se dejaba un sobre así, casi seguro que en el interior había un testamento
holográfico, o sea un testamento manuscrito sin inscribir, pero que al abrirlo
delante un Juez ya era válido. Por tal motivo, se sintió en la obligación de
advertirle a Alfonso que tal vez en ese sobre estarían escritas de puño y letra
las voluntades de su tío.
Alfonso
le aclaró al abogado, que él no tenía nada, hasta que heredó al tío que casi no conocía, que solo
lo vio al regresar de visita a España cuando él era un niño. Si el destino le había dado esta herencia,
también el destino podía señalar a otros herederos que tal vez tuvieran más
derechos a ella que él mismo. No era él quién se opondría al cumplimiento de
las últimas voluntades de su tío.
Fueron ante el Juez que estaba al
cargo; abrió la carta, cuyo contenido decía: “Yo, Venancio Díaz López, mayor de edad,
natural de Orense, España, estando en plena capacidad de mis facultades
mentales, plasmo aquí mi última voluntad para que el reparto de mis bienes se
disponga de la forma que a continuación detallo. Ante todo debo de reconocer
que tuve una relación extra matrimonial por muchos años con Juana Vega, de la
cual hemos procreado tres hijos, Marcos, Venancio y Juana María, a los que no he reconocido, pero que son mis
hijos. Yo tengo una cuenta de ahorros en
el Banco Nova Scotia con ciento cincuenta mil dólares(1). Es mi voluntad que
ese dinero se le entregue a la Sra. Juana Vega, para que los distribuya de la
siguiente forma:
Quince mil para cada uno de mis hijos, para que puedan
estudiar, o utilizar en algún negocio que les permita vivir. El resto, que son ciento cinco
mil, son para Juana Vega, a fin de que
pueda comprarse una casa en donde vivir y que tenga algo para montar un pequeño
negocio que le permita mantenerse y que guarde el resto para garantizar
tranquilidad económica a su vejez.
El almacén y la casa le
corresponderán por herencia a mi único
sobrino en España, que se llama Alfonso Mariño Díaz, en quién confío que
seguirá atendiendo como es debido a los clientes que por tantos años han visitado mi negocio y a quién dejo
encargado también de velar por el bienestar de mí familia, tanto la de España
como la que tengo aquí.
Para que así conste, firmo la
presente el doce de diciembre de 1935.
Muy satisfecho se sintió Alfonso
al saber que su tío había considerado a sus hijos dejándoles una fortuna, pues
en aquellos años lo era.
Investigó el paradero de Juana
Vega con una vecina del almacén que la conocía de muchos años y quién la apreciaba
mucho. Decidió ir a verla y así conocer a la familia heredada también de su
tío. Alquiló un chofer para que lo llevara a Santiago de Cuba, y encontró la
casita humilde en donde vivía. Llegó a la casa, tocó, abrió la puerta una
hermosa muchacha de unos diecisiete años, trigueña de piel oscura pero con
grandes ojos claros almendrados; tenía el pelo lacio y buenas facciones, impresionando
grandemente al galleguito, que no estaba acostumbrado a este tipo de belleza
mestiza.
Alfonso
se presentó y le pidió a la muchacha que llamara a su madre, quien llegó sofocada
del calor del patio, se acercó a Alfonso y le extendió la mano, que él le
respondió con un abrazo, invitándolo a
sentarse, le comentó que lo conocía por las fotos de la primera comunión que le
habían enviado al tío.
Una vez hecha las presentaciones,
pasó Alfonso a explicarle todo lo sucedido con la herencia que les dejara su
tío Venancio a ellos Fue una gran
emoción para la buena mujer, que nunca había pedido nada a cambio de los
mejores años de su juventud dedicados a Venancio, quien quiso protegerlos aún
después de su partida
Se
despidieron quedando en ponerse de acuerdo para que ella fuera a recoger al
banco, con una orden judicial que él conseguiría, el dinero que le correspondía.
La fortuna llegó al hogar de esta familia, que
sin esperar nada, recibieron mucho. Gracias a ese dinero, Juana se compró una
casita cerca del cuartel en donde montó un negocio de dar comida a los obreros,
despachando cosas sencillas: empanadillas, tamales en hoja, arroz y frijoles,
con pernil y tostones, comida típica para los hombres de campo y obreros que
trabajaban en las cercanías, incluyendo algún militar que no comía el rancho
del cuartel. Marcos pudo estudiar
veterinaria, Benny siguió trabajando como guardia en el cuartel.
Y Juana María, la pequeña de los
hermanos, se enamoró y caso…., con Alfonso, que como buen gallego supo apreciar
la dulzura y belleza de la mulata cubana, que el azar dispuso en su camino.
Notas del Autor:
1)
En
Cuba el peso era equivalente a $1.02, o sea que corrían a la par las dos monedas.
Bonita historia de emigración en la que la suerte beneficia a las buenas personas. Parece un relato contado alrededor de una queimada. Pulcramente escrito, apenas un par de despistes.
ResponderEliminarSaludos Jilguero Carmesí, no se si habrá identificado los mismos despistes que yo, pero mas que nada se dejaron pasar por no aumentar mas los folios y que cupiera la historia en un máximo de diez como era el requisito..
ResponderEliminarMe gustaría adivinar los despistes. El primero, posiblemente sea la inversión en loteria del emigrante, que en realidad era alta para esos tiempos, el jugaba fracciones sueltas y una vez al mes, en el primer sorteo invertía en un billete entero que le costaba diecinueve pesos, pues Pepa se quedaba con uno. Ese sorteo fue a principios de diciembre, ya que a fines de noviembre el salió de viaje y por eso no pudo comprar el billete de ese mes.
El segundo despiste, puede ser el hecho de que le heredara el sobrino; en Cuba como en España la herencia se divide en 3 partes, una de herederos forzosos, una de mejoras y otra de libre disposición. En este caso, al no haber testamento, todo se supone fuera para los padres aldeanos de Venancio que aun vivian, pero todos dejaron la responsabilidad de la herencia a cargo de Alfonso pues era la persona mas joven preparada que podían enviar a trabajar el negocio, para así poder enviar las perras a España.
No se si coincidimos en los despistes, me gustaria saber cuales son en realidad, porque he estado consciente de estos dos detalles.
Me gusta escribir sobre cosas positivas y bonitas, pues las otras se las dejo a los periodistas que tienen mucha faena con ellas diariamente. Se agradece el comentario, las críticas instruyen.