viernes, 1 de agosto de 2014

A CONCURSO: 04 - EL ENIGMA LAPISLÁZULI, por Melquiades Cienfuegos



            Cuando decidió mudarse al desván de calle París 658, Luca supo que no sería sencilla la tarea de acondicionarlo. No le emocionaba la idea de sumergirse en el polvo y tropezar con viejos trastos, pero ocho meses después de la última venta de uno de sus dibujos, la escasez comenzó a decidir por él. La repentina huída de Andrea hacia los brazos del propietario de la galería de arte, había vuelto el mundo de cabeza. Abandonado y sin lugar donde exhibir sus obras, Luca naufragó. Sin inspiración ni ánimo, su producción artística desapareció y el consorcio lo obligó a dejar el apartamento tras varios meses de renta vencida. Siempre había suscripto la tesis de que la tristeza y la melancolía son las atmósferas perfectas para que un artista logre dar lo mejor de sí. Los sentimientos desbordados frente a la impotencia, las experiencias desgarradoras de sufrir traición, la bohemia detrás de la soledad y el alcohol. Ocho meses después de su último dibujo decente, con los ojos espejados y una mueca sarcástica, pensaba en esa tesis minutos antes de perder el conocimiento en un banco de plaza Francia, destilando gin a través de sus poros, salpicado de su propio vómito. La mañana siguiente, Azar lo despertó mojándole por completo el rostro. A pesar de los regaños de su dueña, el labrador dorado no dejaba de lamer a Luca desde la comisura de sus labios hasta el cuello. Nunca supo muy bien que había sucedido después. Cuando recobró medianamente la lucidez, bebía una taza de café en la cocina de lo que parecía una antigua casona de estilo inglés, mientras el labrador le lamía los zapatos y una anciana horneaba algo que olía a galletas.
            A sus ochenta y cuatro años, Anna no perdía oportunidad de lograr algo de compañía y su innata generosidad le impidió dejar a Luca tirado en un banco alimentando perros con los restos de su vómito. Por eso el café, las galletas y la charla. Tal vez haya sido el deseo de no tener futuro más allá de esa mañana o la facilidad que suele otorgar una conversació con una total desconocida, pero Luca pudo al fin hablar de sus miedos, sus padecimientos, sus culpas, en resumen, de su vida. También es probable que la causa de su verborragia hayan sido los vapores etílicos que mermaban sus inhibiciones o la amabilidad maternal de la anciana. Como fuera, resultó que Anna había sido clienta durante años de la panadería del abuelo materno de Luca, y la nostalgia por la gente conocida en tiempos de su juventud, la conmovió. Antes del mediodía ya se había decidido que Luca se mudaría al desván. Hasta que volviera a vender sus dibujos, la renta de los primeros meses quedaría saldada con el trabajo que acarrearía al nuevo inquilino limpiar y ordenar el sitio. Para Anna, contar con un joven que viviera en su desván, tenía la doble ventaja de engañar a la soledad y conseguir ordenar aquella habitación olvidada hacía años. Viuda desde hacía dos décadas, ya no recordaba su última visita a aquél pequeño rincón de su casa. La angosta y empinada escalerilla era un obstáculo insalvable para sus huesos devastados por la artrosis.
            Tres días antes del encuentro, Luca había permutado sus últimas pertenencias por un plato caliente y un par de botellas de gin, pésimo negocio que, sin embargo, hizo que la mudanza fuera excesivamente sencilla. La parte dura comenzaba con la tarea de desempolvar los muebles y trastos del desván. Nunca había sido un fanático del orden y la limpieza. Ello, sumado a su depresión pos abandono romántico, no colocó demasiado alto el listón. Apenas se limitó a quitar las telarañas, barrer un poco el piso y traer un colchón limpio. Ya habría tiempo para ocuparse del resto. La resaca le imploraba dormir un poco. Justo cuando se disponía a hacerlo, un pequeño roedor corrió a guarecerse detrás de un armario y Luca no pudo pasarlo por alto. Intentó mover el mueble para develar el escondrijo del ratón, pero una de sus patas se atascó en una rendija del piso de madera. El armario se tambaleó un poco y, mientras el roedor escapaba, un libro cayó sobre la cabeza de Luca que sugestionado por la presencia de alimañas dio un respingo por el golpe. Una vez calmado, tomó el libro y se sentó en la cama para ver de qué se trataba. No era lector habitual, pero lo sucedido despertó su curiosidad. Quitó el polvo a la portada restregándola en su pantalón y leyó: “Enigma Lapislázuli”. Buscó en las primeras páginas si existía alguna reseña del contenido, pero antes de que comenzara el relato solo había una hoja que decía: “por David Bergman”. Algo decepcionado por el hecho de que el libro no diera pistas respecto del tema que trataba, frunció el ceño y comenzó a leer con la única intención de terminar con esa intriga. Las páginas fueron pasando una tras otra. Luca acomodó la almohada y se recostó. Sin advertirlo se había obsesionado con el relato y en su cabeza ya no cabía la posibilidad de cortar la lectura antes de conocer el desenlace. Cuando la claridad del día comenzó a perder la batalla, la penumbra ganó la atmósfera del desván. Luca colocó la lamparilla que faltaba y encendió la luz. Una hora después, había terminado. Volvió a sentarse en el borde del lecho. Con la mirada perdida parecía estar buscando algo en el infinito mar de estrellas que se apreciaba a través de la ventana. No lograba salir de su asombro. El viejo libro de hojas amarillentas, contenía el secreto más codiciado por hombres y mujeres de todas las épocas. Era una especie de revelación divina incompleta. Si, al parecer, en algún sitio se encontraba un objeto que era la clave para lograr el descubrimiento. No había pistas que permitieran suponer ninguna característica del elemento y tampoco en qué lugar había sido resguardado. Obnubilado por la lectura, permaneció un rato sentado con la vista clavada en las constelaciones. En sus cavilaciones, pasó del fanatismo por la hipótesis de que el libro contenía una revelación asombrosa, al escepticismo total que sugería que no era otra cosa que un relato fantástico. Volvió a hojearlo y notó algo que no había visto hasta ese momento. En el interior de la contratapa había un triángulo dibujado a mano. En su vértice superior, escrita una letra “T” y bajo el cateto que hacía las veces de base, a pesar de lo borroso que estaba, podía leerse “24 Crisantemos”.    
            Anna era una mujer baja, de pelo blanco recogido en un rodete, con gesto amable y algunas dificultades para caminar. Desde su sillón mecedor miraba una telenovela esperando la hora de la cena, cuando vio a Luca bajar casi de un solo salto la escalerilla del desván. Sin prolegómenos interrogó a la anciana sobre el libro. Escudriñó sobre la veracidad de su contenido, la identidad del autor, el triángulo con aquellas extrañas inscripciones, pero nada. Anna desconocía por completo todo aquello o posiblemente no lo recordara. La frustración se adueñaba del espíritu de Luca. Ciertamente era muy probable que se tratara de una ficción, pero lo desvelado era de tal magnitud que aunque existiera una posibilidad en un millón de que fuera verdadero, debía averiguarlo. Durante la cena no pudo dejar de pensar en aquello y decidió que al día siguiente, con la cabeza fresca por el estómago lleno y varias horas de descanso, leería nuevamente la obra para intentar encontrar algo que pudiera habérsele escapado. Justo antes del postre, Anna le preguntó si la luz del desván era apropiada para su trabajo como dibujante. Lo era, pero todos sus utensilios se habían transformado en gin. La anciana se lamentó y propuso a Luca -o más bien le impuso- la tarea de pasear diariamente a Azar, a cambio de lo cual ella le repondría todo lo necesario para retomar su arte y medio de vida.
            Esa noche Luca soñó con el triángulo y sus acertijos. Por primera vez en ocho meses, Andrea no estaba en sus sueños. Por la mañana, luego de un café y unos panecillos, emprendió la relectura y no la suspendió ni siquiera para comer. Unas horas más tarde, nuevamente había llegado a la contratapa con el triángulo. Nada nuevo había descubierto y eso lo desconcertó aún más. Tenía la esperanza de encontrar algún detalle que se hubiera escapado, una clave que le diera significado a todo lo demás, pero nada. Tal vez tuviera en sus manos la llave para conseguir la respuesta más deseada por la humanidad y sin embargo no lograba desentrañar como debía utilizarla. Le sudaban las manos y sus pies no podían dejar de repiquetear contra el suelo. No podría volver a dibujar hasta que resolviera el misterio, sus sentidos estaban día y noche ocupados en encontrar la respuesta.
            El día siguiente, trazó un plan de actuación. Visitaría todas las bibliotecas y librerías de la ciudad en busca de más datos del escritor. Allí podría también acceder a un ordenador y realizar una pesquisa en la red global que todo lo sabe. Una vez que supiera quién era, podría estudiar sus otras obras y concluir sobre la seriedad y veracidad del libro. Incluso pensó intentar localizar personalmente al autor, aunque por el aspecto de las hojas supuso que habían sido mecanografiadas hacía muchos años y resultaba improbable que el escritor se encontrara aún con vida. Entre tanto y para matar el tiempo y disminuir la ansiedad, dio un largo paseo con Azar. Disfrutaba mucho de hacerlo, porque el viejo labrador estaba muy bien educado y no era necesario el uso continuo de la correa, lo que facilitaba enormemente la caminata.
            Largas, tediosas e infructuosas resultaron las horas en las bibliotecas y librerías. Nada. Ni un dato acerca del autor. No se conocía a nadie con ese  nombre que hubiera escrito un libro jamás. Varios de los bibliotecarios, al ver el ejemplar que portaba Luca, afirmaron que se trataba de una obra inédita, una especie de manuscrito único. Las búsquedas por ordenador no dieron mejores noticias. Había miles de personas con ese nombre, pero ninguna era conocida por ser escritor. Tampoco halló la existencia de la obra y ni rastro de la teoría que se describía en ella. Luca palpaba el fracaso, sumido en una decepción que oscurecía su rostro.
            De regreso, el labrador lo esperaba en la puerta sujetando el collar con su boca. Ambos salieron a dar un paseo. Ensimismado en sus especulaciones, no advirtió que habían llegado hasta el barrio antiguo, y no lo hubiera hecho si no fuera porque Azar escapó corriendo. Mientras lo perseguía por las callejuelas, gritaba su nombre alternado con silbidos, pero el perfume felino era demasiada tentación para el mejor amigo del hombre. Por fin logró dar con él. Estaba sentado debajo de un árbol, observando fijamente hacia arriba, desconcertado por el modo en el gato había escapado frente a su hocico. Le colocó la correa, le dio una palmada y retomaron. No pudo reprenderlo, comprendía perfectamente lo que estaba sintiendo.
            Después de un par de cuadras a Luca le llamó la atención un escaparate repleto de antiguos relojes y se detuvo para observarlos mejor. En ese momento notó que en el vidrio había un letrero que decía: “Joyería y relojería Bergman”. La coincidencia le pareció graciosa y decidió ingresar. Aquello era en realidad lo que penosamente había sobrevivido a lo que en tiempos de esplendor había sido una joyería. Era una especie de depósito, de habitación desordenada y olvidada. Al entrar, una joven se asomó desde detrás de un escaparate y, sorprendida, explicó que el lugar estaba cerrado y nada de lo que allí había estaba a la venta. Había regresado a la ciudad por el fallecimiento de su abuelo y debía encargarse de los asuntos familiares. Luca pidió disculpas y le preguntó si conocía a David Bergman. Si, el abuelo de la joven. Pero esa afirmación vino seguida inmediatamente de la aclaración de que tanto el nombre como el apellido, eran bastante comunes y la combinación se repetía incontablemente. Luca no quiso dar demasiadas explicaciones y con una excusa se despidió. Apuró el paso como si alguien estuviera siguiéndolo. Se sentía confundido, perdido en un laberinto. Al llegar a la esquina vio algo que lo dejó perplejo. La vieja relojería estaba sobre la calle Crisantemos. Corrió como si lo hiciera por su vida y casi cae sentado cuando descubrió que la “Joyería y Relojería Bergman” estaba en el 24 de calle Crisantemos. Casi sin oxígeno ingresó y llamó entre gemidos a la joven. Ahora si debía explicarle todo. Beca respondió con una enorme sonrisa y preparó algo de té. Quitaron el polvo a unas sillas y se sentaron frente a un amplio escritorio sobre el cual descansaba una enorme máquina de escribir.
            Cuando Luca hubo expuesto todo lo sucedido, comenzó a tranquilizarse. La dulzura en la voz de Beca lo transportó a un lugar apacible y confortable. Sus finos modales, su cabello arreglado, su sonrisa sincera. Poco tiempo atrás, cualquier conversación con una mujer atractiva le hubiera hecho pensar en Andrea, pero ahora, con Beca, era diferente. El intenso brillo y el azul profundo de sus preciosos ojos, lo fueron envolviendo lentamente. Media hora después, ambos hablaban como si se conocieran desde hacía años. Era una locura, pero Luca llegó a pensar que estaba enamorándose. Sintió que el amor podía volver a recubrir su vida y se encontró repentinamente feliz. Entre bromas y anécdotas divertidas, se tomaron las manos.  Luca sabía que debía hacer algo para contener su ansiedad por besarla. Giró su cabeza hacia el escritorio y entonces lo vio. Estaba tan claro que parecía saltar hacia su rostro.
- Creo que por fin encontramos lo que buscábamos –le dijo emocionado a Beca-.
- Lo encontramos –respondió ella apretando la mano de Luca-.
Con su mano libre, Luca oprimió en la vieja máquina de escribir las letras T, H, N, C y F. Se oyó el ruido de engranajes, un mecanismo se estaba poniendo en marcha. Luca y Beca se miraban a los ojos tomados de la mano, sus labios palpitantes se deseaban, sus cuerpos se sentían atraídos por un magnetismo indescriptible. La vieja máquina de escribir se abrió y de su interior surgió un extraño y resplandeciente objeto. Luca y Beca lo notaron, pero no volvieron sus rostros, no se quitaron la vista de encima ni por un segundo. El gran misterio había sido resuelto. Sabían que estaban frente a la respuesta. Tenían en su poder la llave de la felicidad.

5 comentarios:

  1. Antoñita la fantástica1 de agosto de 2014, 17:57

    No he podido ni parpadear mientras lo leía. Me ha encantado

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  2. El autor del relato lleva de la mano al lector por la ruta de la incertidumbre, de la curiosidad, del suspense, en suma, interesado en descubrir un misterio cuyo predicado no le es desvelado. Alguna palabra se me antoja transoceánica, pero es solo un pálpito, y bienvenido sea. Contiene todos los elementos de un buen relato: está bien escrito; no deja puntada sin hilo al planteamiento; el desarrollo es perfecto y la conclusión deja respirar al lector ante la incógnita resuelta que, no obstante, lo deja en la inopia. No podía ser de otra forma dado lo extraordinario que se anuncia del descubrimiento.

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  3. Hola Melquiades, tu relato me ha resultado interesante, con una buena intriga que atrapa al lector, aunque para serte sincera, el final me ha decepcionado un poco. Lo encuentro algo confuso. No queda claro el porqué de las diferentes letras que teclea en la vieja máquina de escribir. Solo la T tiene sentido, pero las demás... A menos que esto sea también un enigma que el lector tenga que descifrar.
    Me ha gustado el nombre del labrador: Azar. Es un buen artilugio para el desarrollo de la historia.

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  4. En el teclado Qwerty, trazando un triángulo desde la T como vértice superior, aparecen las otras letras nombradas en el relato. Me despistó lo del cateto, que tenía yo entendido que se aplica al triángulo rectángulo. Lindo cuento que esconde, creo, algún misterio más.

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  5. En primer lugar, reciban mis saludos y mi agradecimiento por tomarse el tiempo de leer. Como segundo plato diré que Seis Doble parece leer la mente y que lleva toda la razón en eso de que cateto está mal utilizado porque no se trata de un triángulo rectángulo. No puedo afirmar que el relato esconda "misterios" porque me sentiría demasiado arrogante, aunque he querido dejar algunos detalles a la imaginación del lector, como lo del triángulo de letras y algún mensaje que intenté enviar con el título del cuento y la fisonomía de uno de los personajes, A veces siento la necesidad de dejar algo cifrado y averiguar si alguien puede comprenderme. Me ha encantado todo este concurso de relatos, especialmente los comentarios, que son las vitaminas que harán que nos desarrollemos mejor. Les envío un gran puñado de besos y gracias.
    PD- no logro comentar sin ser "anónimo", sepan disculpar mi ignorancia. Atte. Melquíades

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