Estaba tratando de buscar las explicaciones
enterradas en el fondo de mi conciencia, después de ver disputar ese partido
final del torneo de fútbol en nuestra cancha. Deseaba hacerlas salir a la luz
como forma de justificar por qué habíamos perdido, cuando el partido nos había resultado
tan favorable. Había sufrido muchísimo y todo aquello me parecía ahora realmente
una pesadilla.
Me preguntaba, por qué en el primer tiempo no
había entrado la pelota en aquella jugada genial, o en el tiro penal, cuando el
balón pegó en el poste. O por qué en el segundo tiempo no fue gol el cabezazo
en palomita que pegó providencialmente en un defensor caído sobre la línea, o
el taquito por sobre el arquero que rebotó en el travesaño, o el tiro de
chilena que salió desviado lamiendo el poste… Evidentemente no cabía ninguna
duda: había sido el azar el que estuvo jugado en contra nuestra.
Cómo podía ser que el azar nos hubiera
hecho tan mala pasada, si fui a la cancha como siempre con la remera famosa del
número diez de nuestro equipo y llevé mi pulsera amuleto. Si me ubiqué por
cábala en el mismo lugar de la tribuna donde nunca nos habían derrotado.
Me preguntaba como podía ser que hayamos
perdido si cuando llegué a ese partido final, la cancha estaba tan
resplandeciente como en aquellas grandes tardes de alegrías y triunfos. El
partido se había desarrollado como queríamos, nos sentíamos en el paraíso cuando
veíamos las maravillosas jugadas que los jugadores de nuestro equipo realizaban
delante de nuestros ojos.
Pero el azar hacía que la pelota no entrara
y fue recién casi al terminar el partido cuando tuvimos realmente la gran
satisfacción, con aquel gol maravillosos del jugador número diez que era ídolo
de nuestro equipo. En un momento dado, se produjo un rebote en la mitad de la cancha.
El balón le cayó servido en sus pies, volcado sobre el lateral derecho del
campo. Arrancó con un veloz pique corto y luego de dejar atrás como postes a
dos jugadores rivales, dirigió su carrera directamente hacia la valla adversaria.
Amagó hacer un desborde por afuera y
enganchó por adentro con un quiebre de cintura, esquivando de esa manera a otro
rival que lo encaraba decidido. Ya estaba entrado dentro del área, cuando levantó
la cabeza y vio al arquero que salía desesperadamente a tapar su remate. Entonces,
acarició sutilmente la pelota por sobre su cabeza, la que entró en el arco como
pidiendo permiso para besar suavemente la red.
Primero se produjo un murmullo de asombro en
toda la cancha y luego súbitamente y al unísono se escuchó el grito más hermoso
que se pueda escuchar en el fútbol: el grito de gol. Mientras gritaba
enfervorizado junto con todos los hinchas, yo estaba completamente obnubilado.
Como en la cancha no había repetición, trataba de atesorar en mi retina el
recuerdo de esa sensacional jugada. - ¿Quien dijo que el fútbol no es arte? -,
me preguntaba.
El diez se dio vuelta y vio a sus
compañeros corriendo enloquecidos hacia él. Y pocos segundos después se encontraba
en la base de una pirámide humana, celebrando ante nosotros con aquella algarabía
del gol.
El partido continuó faltando ya pocos
minutos para concluir y con ese único gol íbamos ganando. Con el corazón anhelante, palpitaba intensamente ante cada
jugada que llevara algo de peligro contra nosotros, esperando que pasen esos
segundos interminables y terminara ese suplicio de una vez por todas. Pero la
desgracia sucedió de repente, cuando ya se había cumplido el tiempo
reglamentario y todos los hinchas de nuestro equipo estábamos listos para celebrar...
El juez dio dos minutos de recuperación y
fue en ese pequeñísimo lapso, que un tiro intrascendente de un delantero
contrario, se coló inexplicablemente por debajo de las piernas de nuestro arquero
y se produjo el empate. Nadie lo podía creer, incluso nuestros propios rivales,
que se despertaron esperanzados en medio de la angustia que los rodeaba.
Junto con todos nuestros simpatizantes me
quedé petrificado en la tribuna.
- ¡Cómo pude estar tan seguro del triunfo y
ser tan necio como para creer que ya habíamos ganado, que ya éramos campeones y
que ya íbamos a dar la vuelta olímpica! -, pensaba muy enojado.
Según el reglamento, debería ahora jugarse
un alargue de treinta minutos, con definición por gol de oro o eventualmente penales.
Pero ya a los pocos instantes de reanudar
el juego, nos sobrevino la desazón final, cuando el equipo contrario ganó directamente
con el gol de oro. Fue un cabezazo normal que iba tranquilamente a las manos
del arquero, pero la pelota se desvió de su trayectoria al rozar en un defensor
nuestro y entró junto al poste, sin que el pobre arquero sorprendido pueda
hacer absolutamente nada. Parecía mentira, habíamos perdido con un gol de oro en
contra.
En la tribuna local todos los hinchas quedamos
aplastados, mudos y con la cabeza gacha. Nosotros que fuimos los felices primero,
resultamos los amargados después. La celebración de los simpatizantes contrarios
era impresionante. Fueron sus jugadores los que dieron la vuelta olímpica, dando
rienda suelta a toda su alegría y luego recibieron el trofeo por el campeonato.
Ahora estaba tratando de llenar el vacío
que se había formado en mi mente y con amargura me seguía preguntando como el
azar nos había castigado de esa manera tan insólita. Porque la evidencia estaba
allí ante todos los ojos y nadie lo podía negar…
El partido había sido filmado, estaba el
video, el replay, las fotos de las jugadas. Tras de esa demostración de calidad
tenía que haber necesariamente un periodista independiente, un relator, un
espectador neutral que evaluara sin apasionamiento que realmente habíamos
perdido por efecto del azar…
Un cuatro a cero habría sido el resultado
lógico, porque todo el mundo lo había visto. La respuesta era clara y
contundente, la definición del partido había sido sencillamente por esa azarosa
injusticia del destino, como si fuera el libreto de una de esas películas de
acción en la que ganan los malos, o un mal sueño que se hubiera convertido en
realidad.
Fue entonces que recapacité y me calmé. Recordé
que esas eran las reglas del fútbol y en ese juego el azaroso destino siempre
da otra oportunidad. Ya habría una revancha, ya lograríamos el triunfo, ya
daríamos la vuelta olímpica., ya volveríamos a soñar. …
Repentinamente siento que me sacuden…. que me llaman….
Es mi madre que me despierta de la siesta y
entre sueños, escucho que me dice que me vaya preparando, porque sino voy a
llegar tarde a la cancha para ver el partido final.
Ir a la cancha con un sueño premonitorio sobre las espaldas, en plan mufa, esperando el momento en que tu arquero, ante su propia valla y, dentro ya del alargue, recibe un gol, debe de ser escalofriante. Me parece un partido inspirado en el Barcelona - Atlético de Madrid, que dio el triunfo liguero a los de Simeone. Ciertamente un partido de futbol tiene mucho de suspense, de nervios, de emociones y un relato sobre él tiene la ventaja de qué, para terminarlo, basta con el pitido final del árbitro, es decir,del referí. Este trabajo está bien contado, aunque para ser perfecto necesite de alguna modificación que va más allá de los localismos que se reconocen y que bienvenidos son. Felicidades Nespe. He pasado un buen rato leyéndolo..
ResponderEliminarAntoñita la fantástica es de la opinión de que es una pena desperdiciar el subconsciente en un partido de fútbol. Cree en eso tan manido de que no es serio tanto entusiasmo ante veintidós señores en calzoncillos detrás de una pelota. Antoñita es un bicho raro que piensa al contrario del ochenta por ciento de la gente que la rodea.
ResponderEliminarY con mis respetos también yo no he dicho nada sobre desperdiciar la literatura hablándo de fútbol. Me refería al subconsciente. Pero agradezco el texto de Galeano igualmente.
EliminarLa verdad es que no soy una entendida en esto del fútbol, pero me imagino que, como en cualquier deporte de competición, el azar es clave en el resultado final. No siempre gana el que mejor juega, sino el que más suerte tiene.
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