A
las diecisiete y cincuenta envalentonadas
nubes grises oprimieron la claridad de mi oficina. Mi jornada de trabajo había
terminado y deseaba salir a la calle aunque me desanimó el cielo, un océano
gris cautivo de incesantes rayos. Decidí esperar. A las dieciocho el temporal
arremetió sobre los oscuros paraguas, sobre la lenta marcha de los autos que no
tenían reparos en salpicar a los peatones y penetró en la sarna de tres perros
vagabundos echados frente a mi ventana. Cuando la lluvia cesó abandoné la
oficina y me sumergí en el vaho del día.
Mi primer impulso fue caminar
hasta Cerrito para observar a los barcos cargueros que, fragmentados por los
edificios de las calles paralelas, siempre me llamaban la atención por sus
proporciones. Nadie me esperaba en ninguna parte del mundo pero un viento fuerte
subió desde el mar y, algunas hojas aún verdes, se desprendieron de los árboles
como mariposas desorientadas. Hacía demasiado frío, debía regresar a mi casa. Atravesé
la plaza Zabala para llegar a la esquina de la parada y subir —como lo hacía
habitualmente, entre roces indecentes y olores penetrantes— al ómnibus que me
dejaría frente a mi casa. Caminé despacio. Conté las baldosas sanas de la
primera cuadra y las rotas de la segunda, en la tercera me detuve frente a las
vidrieras de una tabaquería y miré con angustia lo que ya nunca más regalaría. El
temporal amenazaba nuevamente. Procuré no ensuciar mis zapatos de taco fino con
el agua barrosa de las veredas.
Al pasar frente al espejo de
la vieja farmacia de Alzáibar me miré de reojo y alisé mi cabello encrespado
por la humedad. Ahí la sorpresa me zarandeó el alma y el cuerpo. Sobre el
azogue plata vi a Julián. Temerosa, le di la espalda al espejo. Era él. Distinguido
como siempre, de traje negro y camisa gris, con su corbata preferida azul pizarra
haciendo juego con el pañuelo del bolsillo del saco. Sus movimientos eran los
conocidos, serenos y altivos aunque su perfil parecía más duro e indiferente. Quise
ocultarme. Lo pensé por segundos y me pregunté por qué hacerlo. No tenía
motivos. Por ello no cambié mi andar, ni lo apresuré ni lo distancié. Julián no
tenía por qué verme, yo aún no había llegado a la esquina en tanto él había
bajado la acera y esperaba para cruzar. Intervino el azar, el mandato de la
vida o la predestinación. Julián ladeó la cabeza, como impulsado por mi mirada
mientras nuestros ojos se cruzaron. Las miradas se paralizaron, quedaron
atrapadas y envueltas en el halo del día ceniza. Una bocina le llamó la
atención, y otra y otra. Caminó hacia mí. En pocos pasos sentí su abrazo fuerte
y querido aunque de inmediato nos separamos. Hablamos de lo imprevisto del
encuentro como dos amigo que se estiman, del verano caluroso que habíamos
soportado, le pregunté por sus dos mastines y sus viajes, él me recomendó una
obra de teatro. Y hablamos del tiempo, del tiempo gris y del tiempo que había
pasado. Temblé. Y él lo notó.
De pronto, su soberbio rostro
se crispó, los ojos claros se tiznaron y se convirtió en un hombre de piedra.
―Marisa querida ¿cómo estás
realmente? ―dijo con un tono grave e invadido por la congoja.
―Ahora mejor. La gente dice
que el tiempo es el gran sanador, y puede ser… No sé, cuento las horas, los
días y ese proceso se arrastra con tanta lentitud que me pregunto ¿hasta
cuándo? Por otro lado me parece que hace siglos que pasó y estoy igual que
ayer, que antes de ayer, que hace meses. ¿Me comprendes? No sé explicarlo…Para
no aniquilarme me obligo a rutinas que me pesan. Julián, nunca me imaginé el
tormento que provoca la muerte.
―Es terrible lo que me estás
diciendo y yo sin hacer nada…Pero se te ve estupenda, Marisa querida ―afirmó— Y
seguís estando tan linda...—continuó con un dejo de ternura y lástima.
―Gracias Julián. No te
esmeres… Vos y tu incansable talante de seductor. ¿Puedo confesarte algo? La
gente que me rodea no se daba cuenta de que yo también me estaba muriendo. Un día
tomé conciencia de que ellos nunca lo notarían pues yo lo disimulaba muy bien.
Con gran esfuerzo reaccioné porque temí por mi vida, en serio te lo digo y en
serio lo creí ―respondí, turbada por esas palabras que nunca expresé y ahora se
los decía a Julián como un gran desahogo.
―¿Estabas tan enamorada de
Diego? Él estaba muy feliz y yo lo atribuía al trabajo…. ―murmuró, enarcando
las cejas.
―¿Te das cuenta de lo que me
estás preguntado? Vos conocías a Diego, y pensé que también a mí. Me molesta tu
duda ―dije tragando el dolor y la rabia incontrolable.
―Perdoname, no sé porqué
dije semejante disparate, nunca dudé del amor de ustedes. ¡Qué tipo bárbaro!
Era un ser íntegro, inteligente y yo siempre le envidié el buen humor y su
sarcasmo bien intencionado…Claro, Diego era un ser increíble...Pensar que hay
tantos malditos por ahí que merecen lo peor… y justo le pasa a él.
―La muerte siempre es devastadora,
Julián. Para todos. Detrás de ella hay otro ser que no entiende y sólo sabe que
es un retazo de lo que fue, aunque se siga adelante. Mirá, yo aprendí mucho con
la idiosincrasia de Diego y, de alguna manera, mi consuelo es reconocer que fue
coherente con sus ideas y sus sentimientos. No es poca cosa en este mundo en el
que vivimos.
Quedamos en silencio. Me
abrazó nuevamente, me acarició la espalda como si quisiera sacarme un leve
dolor y, por unos instantes, nos reencontramos y compartimos la pena. Yo no
tenía nada más que decir. Él intentó averiguar sobre mi vida actual pero lo
interrumpí abruptamente.
―Julíán, deseaba verte, llamarte…No
pienses mal. Necesitaba contarte que sos el personaje principal de mi última
novela ―le revelé.
Julián perdió su compostura,
empalideció y dio un paso atrás. La sorpresa pudo más que su ecuanimidad habitual.
―¡Vaya revelación! Estoy
abrumado… Quiero leerla ya ―exclamó con tal impaciencia que sonreí.
―Ni lo pienses, aún no tiene
un final. Y no te asustes, nada digo que te identifique. Te lo cuento porque hay
cosas del pasado que me gustaría comprender. Si me hubiera atrevido a llamarte
antes seguramente no la hubiera escrito ―agregué, dando por terminado el tema.
—No me dejes con la intriga.
En un minuto saco el auto del estacionamiento, te alcanzo a tu casa y en el
trayecto me vas interiorizando de la historia. Vas a estar cómoda y abrigada y
quizá tu rostro pierda la palidez. Dale… —dijo esbozando su más tierna sonrisa.
—Te agradezco. Realmente me
tengo que ir, no insistas. Preciso de este viento arrebatador —respondí con
vehemencia.
―Entonces, ¿querés ir a
tomar algo? ―preguntó con el entusiasmo de siempre, como tantas otras veces.
―No, no estoy muy animada y
tampoco puedo. Quedé en ir a lo de una amiga que llegó de Madrid. A lo de
Montse ¿te acuerdas de ella? ―mentí y me sostuve en las puntas de los zapatos
para darle rápidamente un beso sobre la mejilla suave. No escuché su respuesta
pues me di media vuelta y levanté el brazo diciéndole adiós.
―Mañana viajo a Buenos
Aires. Te llamo cuando regrese ―gritó mientras me alejaba.
Me olvidé de los barcos y esperé
el ómnibus. Cuando paró fui la última en subir los tres escalones. El olor
húmedo del ómnibus me obligó a respirar profundamente para no marearme. Llegué
a mi casa y sentí que mi cuerpo flotaba y se deslizaba por las habitaciones como
un fantasma errante. Regresé a mis rutinas en compañía de las paredes
silenciosas, del frío de la almohada de Diego, del aroma de las pipas aún
rellenas con excéntricos tabacos, del recuerdo de una muerte expresamente
advertida y callada desde antes de que sucediera. Me odiaba por estar viva y
odiaba la soledad de la casa. La idea de escribir el final de la novela estuvo
siempre presente aunque nunca me llegaba el momento de sentarme en la
computadora. Los días pasaron y me concentré en mi propia inercia y en el
enmascaramiento constante, aunque reconozco que en más de una ocasión me
distraje intentando desentrañar incógnitas de Julián que habían alimentado la
imaginación al punto de obsesionarme y escribir varios capítulos de una novela
inconclusa.
Quince años atrás conocí a
Julián mientras esperábamos que se ahuyentara una niebla turbia que demoraba la
partida del avión hacia Buenos Aires. Sin premeditación compartimos un café y
comprobamos que teníamos afinidad por la música y el teatro. A partir de ese
momento mantuvimos una extraña relación: nos descubríamos en el teatro, en la
playa, en una calle cualquiera; en un otoño dorado nuestros autos frenaron
bruscamente en una esquina tranquila de Pocitos y estuvimos a punto de chocar,
yo iba a la casa de una amiga en el Prado y me lo en encontraba, él estaba en
un boliche de paso al que yo entraba. Los encuentros eran insólitos, eran
encuentros marcados por el azar. Nunca profundizamos esa relación aunque disfrutábamos
de esos momentos. Muchas veces pensaba que existía algo en su vida que competía
conmigo pues existía una atracción peculiar entre nosotros, pero la eventualidad
de una relación seria no intervenía. Siempre solos, acompañados de nuestros
deseos inaccesibles. Un día dejamos de vernos y por una temporada
larga él desapareció de los ambientes que yo frecuentaba. Me dejó sin saber por
qué se había acercado a mí, por qué alentó algunas ilusiones que me hacían
extrañarlo y me sorprendía tenerlo siempre presente.
Pasaron los meses y conocí a Diego, me enamoré
y me casé convencida de que nuestro amor sería para siempre. Y, aunque los
encuentros con Julián se sucedieron nuevamente, nos limitábamos a saludarnos, a
conversar cinco minutos sin hablar de nuestras vivencias y a una despedida
rápida. Un domingo ceniza de invierno Diego y yo decidimos ir al cementerio a
reconocer las tumbas de nuestros antepasados. Esa tarde de lluvia, frente al
cementerio Central, sólo dos autos estaban estacionados, el nuestro y un coche
gris con un gran perro baboso que apoyaba su cabezota sobre el cristal del
parabrisas. Cerca del Panteón Nacional nos encontramos con un ser solitario
envuelto en la orfandad de los cipreses. A esa hora sólo tres personas convivimos
con los muertos: Julián, Diego y yo. Al acercarnos vi que ellos se saludaban
con afecto. Ahí me enteré de que se conocían y de que algunas tardes compartían
tertulias en un restaurante céntrico. Después, el azar se ensañó con mis
interrogantes anteriores, los encuentros comenzaron a darse nuevamente en los lugares
menos comunes a nuestras vidas y yo tenía cierto temor a encontrarlo. Julián había
cambiado. Ya no era la misma persona, apenas un saludo y una pregunta
reiterativa con cierta ironía: “¿Cómo le va, señora?”, “¿Qué cuenta la señora?”.
Como escritora me gustó la
idea de trabajar sobre esos encuentros casuales, sin causas. Se lo conté a
Diego y él me apoyó. En la ficción no alteré los nombres, Julián fue Julián, Diego
tomó el nombre de Juan Diego y yo fui siempre Marisa. Pero la trama se me fue
de las manos y Marisa se convirtió en una mujer que amaba a Julián y detestaba
a Diego. Comencé un cuento que tomó forma de novela y, aunque los capítulos
aumentaban, el final se hacía desear; los personajes me llevaban por caminos
insospechados y se negaban a darme un desenlace verosímil. La abandoné.
Al mes siguiente se enfermó mi
marido y a los cinco falleció. Me sumí en un duelo enajenado y un dolor oscuro estancó
mi esencia y mis manos. Por más de dos años no escribí nada. Una noche tuve un
sueño premonitorio y revelador: el inconsciente me permitió vivir la penúltima
casualidad. Y ese sueño sería el final de “Siempre en días cenizas”, mi novela.
Julián me llamó ayer, varios
días después de lo prometido. Me invitó a cenar y resolvimos vernos en el lugar
en que cenaba con Diego. Intenté estar bonita, me vestí y me maquillé como
cuando tenía veintitantos años. Antes de salir me miré en el espejo del living.
Comprobé que mi apariencia lucía “estupenda” aunque el rostro no disimulaba la confusión
y la falta de coraje de mi espíritu. El espejo me regresó al mundo de la
realidad.
Pensé en Julián, ese hombre
al que nunca llegué a conocer; repasé las inexplicables eventualidades y comprendí
que el motivo que me llevó a escribir sobre él fue la necesidad de encontrar,
en la ficción, una causa para esa sucesión de encuentros. Pero no la encontré.
Comprendí que Marisa ya no era aquella Marisa obsesionada con inexplicables
situaciones y que la peor coincidencia a la que esa mujer-ficción y
mujer-realidad se enfrentó fue la de narrar la muerte de Juan Diego sin sospechar
que Diego, el amor real de su vida, estaba a punto de morir. Dejaron de
interesarme las explicaciones que en algún momento me resultaron
imprescindibles y las necesidades del argumento permanecerían en la ficción.
Llamé al celular de Julián.
No me atendió. Volví a llamar y le dejé un largo mensaje.
“Te pido disculpas por este
mensaje. Hubiera preferido hablar personalmente. Julián, no me esperes, no
saldré a cenar contigo. Prefiero al personaje de la novela que nació de tu
evocación, al hombre que mi imaginación creó con absoluta libertad y con la
personalidad que yo necesitaba. Quiero que sepas que con el Julián de la
ficción, dialogábamos extensamente, caminábamos junto al mar en silencio y
fuiste un compañero excelente, como en aquellos años extraños. Te acaricié con
desmedida pasión a través de las teclas de la computadora y también te sentí en
mi piel. Creo que te amé. Quería contártelo para encontrar una pista que me
llevara al punto final. Ahora, en este preciso momento, pienso en Diego. Y ello
es maravilloso. No preciso otro hombre en mi vida, tú eres parte de una ficción
y también de una realidad de la que me siento muy lejana. Sé que me entenderás.
Seguramente nos encontraremos casualmente el día menos pensado en cualquier
plaza o rinconcito de Montevideo. Espero ese día con alegría. Te dejo un beso”
Quizá no fui clara, pero sé
que me entendió. Antes de cortar, algunas palabras de mi sueño se me escaparon.
Susurré: “No es contigo con quien quiero reencontrarme”.
Hoy fue el día más largo del
año, estamos en junio y el frío molesta. La mañana está gris, no cenicienta,
gris. Me levanté temprano, desayuné café con tostadas, llené un gran vaso con
agua fresca y me instalé frente a la computadora. Escribí frases para comenzar
un cuento que ronda en mi cabeza pero la distracción se apoderó de mí y no
logré la coherencia, el sentido. No me esforcé, sabía que mis manos
reaccionarían y plasmarían mis sentimientos. Sin proponérmelo comencé a
escribirle a Diego como si él estuviera en un lugar muy lejano, un desierto
violeta o en una selva roja.
“Mi querido Diego, estoy
reaprendiendo a manifestar las caras más ocultas de la pesadumbre. Sé que en
algún lugar me estás oyendo. Sino ¿a dónde van mis palabras y mi constante
recuerdo? Sé que desde algún lugar me estás viendo. Sino ¿para qué continuar? Y
en algún lugar debes estar esperándome. Sino ¿por qué tanto dolor? Quiero
contarte que en nuestra casa hice algunos cambios, no todos los que habíamos
planeado y que postergué ante tu falta. Pero compré una lámpara extensible que
cuelga sobre la mesa del comedor para iluminar los desayunos invernales y las cenas
veraniegas, esos momentos que compartíamos largamente y todo el año. No la uso
para ese fin, nunca he comido bajo ella, faltas tú y yo puedo comer en
cualquier rinconcito. Tu escritorio es ahora mi escritorio, en esa habitación
me siento y aspiro, como a una droga, los aromas mezclados de tu colonia
inglesa y de las pipas aún llenas de tabaco. Intento esmerarme como tú me lo
pedías, pongo mucha voluntad para escribir pero me falta disciplina. Enciendo
la computadora y me apronto; me resulta difícil pues tengo enyesada la muñeca izquierda
y por más que la psicóloga diga que ello es un claro signo de que me niego a
vivir, las manos se me hinchan, me duelen y me impiden hacer las tareas más
elementales. Quizá las muevo demasiado y ellas no se conmueven cuando hurgo
entre tu ropa, te busco en los rincones de la casa, me aferro durante el sueño
a tu almohada o busco entre tus libros alguna nota aún no descubierta. Sin
desearlo aprieto mis dedos contra las palmas y cuando se enrojecen y me arden
dejo que la impotencia me cubra. Aunque ya no vendrás me siento en el escritorio
a esperarte, mis ojos atraviesan el cristal de la ventana y se pierden en la
ciudad que vive allá abajo. La observo para tener claro que yo también existo. Me
alteran las bocinas y los autos que se detienen ante el semáforo y arrancan con
rapidez, la gente que grita o se ríe, el sol que llena de sombras las calles, y
las lunas y las estrellas prendidas del cielo. Cerré la terraza con ventanas
corredizas; en ella coloqué la reposera amarilla, todas mis plantas y tus
orquídeas. Están hermosas. En ese lugar paso la mayor parte del día, escucho
música, dormito, me sobresalto con un mal sueño. Busco entre los árboles y los
edificios los pedacitos de mar y los barcos que veíamos pasar. Acá el cielo es
todo mío y espero largamente a un picaflor que, de vez en cuando, sube hasta
nuestro piso. Nuestros amigos dicen que estoy mejor, algunas personas afirman que
estoy muy recuperada. Quiero confesarte una última cosa. A mi conciencia descarnada
le cuesta seguir viviendo. Me aferro a tus territorios, me falta tu silencio,
añoro despertarme sin tu mirada sobre mi rostro, extraño tus manos que me
recorrían y a tu cuerpo inclemente cuando éramos indivisibles. ¿Dónde está tu
risa fácil, tu mirada inspiradora, tu malhumor pacífico? Intento que permanezcan
en cada latido de mi corazón y en la más microscópica de mis células. Te
extraño demasiado. Es tan dura e indiferente la muerte. Amor, no quiero
preocuparte, estoy bien y un día más es un día sin cadenas que arrastrar. Te
prometí ser feliz y lo seré nuevamente. ¿Te acordás de Julián, tu amigo, que
fue el personaje de aquella vieja novela? Ya no sufro por él y la novela no me
preocupa. Algún día los personajes volverán y serán dueños de mi inspiración.
Los hechizos se destruyen y el
azar vuela por mi ciudad.”