martes, 30 de septiembre de 2014

Cuentos en tinta china y fallo del concurso, en Alcázar de San Juan

Vamos a presentar nuestro libro, Cuentos en tinta china, el domingo día 5 de octubre, a las ocho de la tarde, en el Hotel Santa Clara de Alcázar de San Juan. Nos encantaría encontraros allí. Estaremos, de cuerpo presente y viva voz, algunos de los autores del libro y el blog. Y en espíritu amoroso, virtual, festivo o burlesco, el resto.

Como en las restantes ocasiones, esperamos pasar un rato divertido y agradable, haceros partícipes de nuestra aventura, dar a conocer la vida nueva que recreamos a partir de los fantásticos dibujos de D. Lucio Sahagún, vecino de Alcázar la mayor parte de su vida.

Durante la presentación del libro haremos público el fallo del concurso que convocamos para añadir un autor más a nuestra próxima colección de relatos. Aún quedan algunas horas para que finalice el plazo de entrega. El lunes 6 de octubre publicaremos en el blog el nombre del ganador. Suerte y muchísimas gracias a todos por haber participado. Ha sido un placer y un honor.

A CONCURSO: 13 - El azar vuela por mi ciudad, por Moramara



A las diecisiete y cincuenta envalentonadas nubes grises oprimieron la claridad de mi oficina. Mi jornada de trabajo había terminado y deseaba salir a la calle aunque me desanimó el cielo, un océano gris cautivo de incesantes rayos. Decidí esperar. A las dieciocho el temporal arremetió sobre los oscuros paraguas, sobre la lenta marcha de los autos que no tenían reparos en salpicar a los peatones y penetró en la sarna de tres perros vagabundos echados frente a mi ventana. Cuando la lluvia cesó abandoné la oficina y me sumergí en el vaho del día.
Mi primer impulso fue caminar hasta Cerrito para observar a los barcos cargueros que, fragmentados por los edificios de las calles paralelas, siempre me llamaban la atención por sus proporciones. Nadie me esperaba en ninguna parte del mundo pero un viento fuerte subió desde el mar y, algunas hojas aún verdes, se desprendieron de los árboles como mariposas desorientadas. Hacía demasiado frío, debía regresar a mi casa. Atravesé la plaza Zabala para llegar a la esquina de la parada y subir —como lo hacía habitualmente, entre roces indecentes y olores penetrantes— al ómnibus que me dejaría frente a mi casa. Caminé despacio. Conté las baldosas sanas de la primera cuadra y las rotas de la segunda, en la tercera me detuve frente a las vidrieras de una tabaquería y miré con angustia lo que ya nunca más regalaría. El temporal amenazaba nuevamente. Procuré no ensuciar mis zapatos de taco fino con el agua barrosa de las veredas.
Al pasar frente al espejo de la vieja farmacia de Alzáibar me miré de reojo y alisé mi cabello encrespado por la humedad. Ahí la sorpresa me zarandeó el alma y el cuerpo. Sobre el azogue plata vi a Julián. Temerosa, le di la espalda al espejo. Era él. Distinguido como siempre, de traje negro y camisa gris, con su corbata preferida azul pizarra haciendo juego con el pañuelo del bolsillo del saco. Sus movimientos eran los conocidos, serenos y altivos aunque su perfil parecía más duro e indiferente. Quise ocultarme. Lo pensé por segundos y me pregunté por qué hacerlo. No tenía motivos. Por ello no cambié mi andar, ni lo apresuré ni lo distancié. Julián no tenía por qué verme, yo aún no había llegado a la esquina en tanto él había bajado la acera y esperaba para cruzar. Intervino el azar, el mandato de la vida o la predestinación. Julián ladeó la cabeza, como impulsado por mi mirada mientras nuestros ojos se cruzaron. Las miradas se paralizaron, quedaron atrapadas y envueltas en el halo del día ceniza. Una bocina le llamó la atención, y otra y otra. Caminó hacia mí. En pocos pasos sentí su abrazo fuerte y querido aunque de inmediato nos separamos. Hablamos de lo imprevisto del encuentro como dos amigo que se estiman, del verano caluroso que habíamos soportado, le pregunté por sus dos mastines y sus viajes, él me recomendó una obra de teatro. Y hablamos del tiempo, del tiempo gris y del tiempo que había pasado. Temblé. Y él lo notó.
De pronto, su soberbio rostro se crispó, los ojos claros se tiznaron y se convirtió en un hombre de piedra.
―Marisa querida ¿cómo estás realmente? ―dijo con un tono grave e invadido por la congoja.
―Ahora mejor. La gente dice que el tiempo es el gran sanador, y puede ser… No sé, cuento las horas, los días y ese proceso se arrastra con tanta lentitud que me pregunto ¿hasta cuándo? Por otro lado me parece que hace siglos que pasó y estoy igual que ayer, que antes de ayer, que hace meses. ¿Me comprendes? No sé explicarlo…Para no aniquilarme me obligo a rutinas que me pesan. Julián, nunca me imaginé el tormento que provoca la muerte.
―Es terrible lo que me estás diciendo y yo sin hacer nada…Pero se te ve estupenda, Marisa querida ―afirmó— Y seguís estando tan linda...—continuó con un dejo de ternura y lástima.
―Gracias Julián. No te esmeres… Vos y tu incansable talante de seductor. ¿Puedo confesarte algo? La gente que me rodea no se daba cuenta de que yo también me estaba muriendo. Un día tomé conciencia de que ellos nunca lo notarían pues yo lo disimulaba muy bien. Con gran esfuerzo reaccioné porque temí por mi vida, en serio te lo digo y en serio lo creí ―respondí, turbada por esas palabras que nunca expresé y ahora se los decía a Julián como un gran desahogo.
―¿Estabas tan enamorada de Diego? Él estaba muy feliz y yo lo atribuía al trabajo…. ―murmuró, enarcando las cejas.
―¿Te das cuenta de lo que me estás preguntado? Vos conocías a Diego, y pensé que también a mí. Me molesta tu duda ―dije tragando el dolor y la rabia incontrolable.
―Perdoname, no sé porqué dije semejante disparate, nunca dudé del amor de ustedes. ¡Qué tipo bárbaro! Era un ser íntegro, inteligente y yo siempre le envidié el buen humor y su sarcasmo bien intencionado…Claro, Diego era un ser increíble...Pensar que hay tantos malditos por ahí que merecen lo peor… y justo le pasa a él.
―La muerte siempre es devastadora, Julián. Para todos. Detrás de ella hay otro ser que no entiende y sólo sabe que es un retazo de lo que fue, aunque se siga adelante. Mirá, yo aprendí mucho con la idiosincrasia de Diego y, de alguna manera, mi consuelo es reconocer que fue coherente con sus ideas y sus sentimientos. No es poca cosa en este mundo en el que vivimos.
Quedamos en silencio. Me abrazó nuevamente, me acarició la espalda como si quisiera sacarme un leve dolor y, por unos instantes, nos reencontramos y compartimos la pena. Yo no tenía nada más que decir. Él intentó averiguar sobre mi vida actual pero lo interrumpí abruptamente.
―Julíán, deseaba verte, llamarte…No pienses mal. Necesitaba contarte que sos el personaje principal de mi última novela ―le revelé.
Julián perdió su compostura, empalideció y dio un paso atrás. La sorpresa pudo más que su ecuanimidad habitual.
―¡Vaya revelación! Estoy abrumado… Quiero leerla ya ―exclamó con tal impaciencia que sonreí.
―Ni lo pienses, aún no tiene un final. Y no te asustes, nada digo que te identifique. Te lo cuento porque hay cosas del pasado que me gustaría comprender. Si me hubiera atrevido a llamarte antes seguramente no la hubiera escrito ―agregué, dando por terminado el tema.
—No me dejes con la intriga. En un minuto saco el auto del estacionamiento, te alcanzo a tu casa y en el trayecto me vas interiorizando de la historia. Vas a estar cómoda y abrigada y quizá tu rostro pierda la palidez. Dale… —dijo esbozando su más tierna sonrisa.
—Te agradezco. Realmente me tengo que ir, no insistas. Preciso de este viento arrebatador —respondí con vehemencia.
―Entonces, ¿querés ir a tomar algo? ―preguntó con el entusiasmo de siempre, como tantas otras veces.
―No, no estoy muy animada y tampoco puedo. Quedé en ir a lo de una amiga que llegó de Madrid. A lo de Montse ¿te acuerdas de ella? ―mentí y me sostuve en las puntas de los zapatos para darle rápidamente un beso sobre la mejilla suave. No escuché su respuesta pues me di media vuelta y levanté el brazo diciéndole adiós.
―Mañana viajo a Buenos Aires. Te llamo cuando regrese ―gritó mientras me alejaba.
Me olvidé de los barcos y esperé el ómnibus. Cuando paró fui la última en subir los tres escalones. El olor húmedo del ómnibus me obligó a respirar profundamente para no marearme. Llegué a mi casa y sentí que mi cuerpo flotaba y se deslizaba por las habitaciones como un fantasma errante. Regresé a mis rutinas en compañía de las paredes silenciosas, del frío de la almohada de Diego, del aroma de las pipas aún rellenas con excéntricos tabacos, del recuerdo de una muerte expresamente advertida y callada desde antes de que sucediera. Me odiaba por estar viva y odiaba la soledad de la casa. La idea de escribir el final de la novela estuvo siempre presente aunque nunca me llegaba el momento de sentarme en la computadora. Los días pasaron y me concentré en mi propia inercia y en el enmascaramiento constante, aunque reconozco que en más de una ocasión me distraje intentando desentrañar incógnitas de Julián que habían alimentado la imaginación al punto de obsesionarme y escribir varios capítulos de una novela inconclusa.
Quince años atrás conocí a Julián mientras esperábamos que se ahuyentara una niebla turbia que demoraba la partida del avión hacia Buenos Aires. Sin premeditación compartimos un café y comprobamos que teníamos afinidad por la música y el teatro. A partir de ese momento mantuvimos una extraña relación: nos descubríamos en el teatro, en la playa, en una calle cualquiera; en un otoño dorado nuestros autos frenaron bruscamente en una esquina tranquila de Pocitos y estuvimos a punto de chocar, yo iba a la casa de una amiga en el Prado y me lo en encontraba, él estaba en un boliche de paso al que yo entraba. Los encuentros eran insólitos, eran encuentros marcados por el azar. Nunca profundizamos esa relación aunque disfrutábamos de esos momentos. Muchas veces pensaba que existía algo en su vida que competía conmigo pues existía una atracción peculiar entre nosotros, pero la eventualidad de una relación seria no intervenía. Siempre solos, acompañados de nuestros deseos inaccesibles.  Un día dejamos de vernos y por una temporada larga él desapareció de los ambientes que yo frecuentaba. Me dejó sin saber por qué se había acercado a mí, por qué alentó algunas ilusiones que me hacían extrañarlo y me sorprendía tenerlo siempre presente.
 Pasaron los meses y conocí a Diego, me enamoré y me casé convencida de que nuestro amor sería para siempre. Y, aunque los encuentros con Julián se sucedieron nuevamente, nos limitábamos a saludarnos, a conversar cinco minutos sin hablar de nuestras vivencias y a una despedida rápida. Un domingo ceniza de invierno Diego y yo decidimos ir al cementerio a reconocer las tumbas de nuestros antepasados. Esa tarde de lluvia, frente al cementerio Central, sólo dos autos estaban estacionados, el nuestro y un coche gris con un gran perro baboso que apoyaba su cabezota sobre el cristal del parabrisas. Cerca del Panteón Nacional nos encontramos con un ser solitario envuelto en la orfandad de los cipreses. A esa hora sólo tres personas convivimos con los muertos: Julián, Diego y yo. Al acercarnos vi que ellos se saludaban con afecto. Ahí me enteré de que se conocían y de que algunas tardes compartían tertulias en un restaurante céntrico. Después, el azar se ensañó con mis interrogantes anteriores, los encuentros comenzaron a darse nuevamente en los lugares menos comunes a nuestras vidas y yo tenía cierto temor a encontrarlo. Julián había cambiado. Ya no era la misma persona, apenas un saludo y una pregunta reiterativa con cierta ironía: “¿Cómo le va, señora?”, “¿Qué cuenta la señora?”.
Como escritora me gustó la idea de trabajar sobre esos encuentros casuales, sin causas. Se lo conté a Diego y él me apoyó. En la ficción no alteré los nombres, Julián fue Julián, Diego tomó el nombre de Juan Diego y yo fui siempre Marisa. Pero la trama se me fue de las manos y Marisa se convirtió en una mujer que amaba a Julián y detestaba a Diego. Comencé un cuento que tomó forma de novela y, aunque los capítulos aumentaban, el final se hacía desear; los personajes me llevaban por caminos insospechados y se negaban a darme un desenlace verosímil. La abandoné.
Al mes siguiente se enfermó mi marido y a los cinco falleció. Me sumí en un duelo enajenado y un dolor oscuro estancó mi esencia y mis manos. Por más de dos años no escribí nada. Una noche tuve un sueño premonitorio y revelador: el inconsciente me permitió vivir la penúltima casualidad. Y ese sueño sería el final de “Siempre en días cenizas”, mi novela.
Julián me llamó ayer, varios días después de lo prometido. Me invitó a cenar y resolvimos vernos en el lugar en que cenaba con Diego. Intenté estar bonita, me vestí y me maquillé como cuando tenía veintitantos años. Antes de salir me miré en el espejo del living. Comprobé que mi apariencia lucía “estupenda” aunque el rostro no disimulaba la confusión y la falta de coraje de mi espíritu. El espejo me regresó al mundo de la realidad.
Pensé en Julián, ese hombre al que nunca llegué a conocer; repasé las inexplicables eventualidades y comprendí que el motivo que me llevó a escribir sobre él fue la necesidad de encontrar, en la ficción, una causa para esa sucesión de encuentros. Pero no la encontré. Comprendí que Marisa ya no era aquella Marisa obsesionada con inexplicables situaciones y que la peor coincidencia a la que esa mujer-ficción y mujer-realidad se enfrentó fue la de narrar la muerte de Juan Diego sin sospechar que Diego, el amor real de su vida, estaba a punto de morir. Dejaron de interesarme las explicaciones que en algún momento me resultaron imprescindibles y las necesidades del argumento permanecerían en la ficción.
Llamé al celular de Julián. No me atendió. Volví a llamar y le dejé un largo mensaje.
“Te pido disculpas por este mensaje. Hubiera preferido hablar personalmente. Julián, no me esperes, no saldré a cenar contigo. Prefiero al personaje de la novela que nació de tu evocación, al hombre que mi imaginación creó con absoluta libertad y con la personalidad que yo necesitaba. Quiero que sepas que con el Julián de la ficción, dialogábamos extensamente, caminábamos junto al mar en silencio y fuiste un compañero excelente, como en aquellos años extraños. Te acaricié con desmedida pasión a través de las teclas de la computadora y también te sentí en mi piel. Creo que te amé. Quería contártelo para encontrar una pista que me llevara al punto final. Ahora, en este preciso momento, pienso en Diego. Y ello es maravilloso. No preciso otro hombre en mi vida, tú eres parte de una ficción y también de una realidad de la que me siento muy lejana. Sé que me entenderás. Seguramente nos encontraremos casualmente el día menos pensado en cualquier plaza o rinconcito de Montevideo. Espero ese día con alegría. Te dejo un beso”
Quizá no fui clara, pero sé que me entendió. Antes de cortar, algunas palabras de mi sueño se me escaparon. Susurré: “No es contigo con quien quiero reencontrarme”.

Hoy fue el día más largo del año, estamos en junio y el frío molesta. La mañana está gris, no cenicienta, gris. Me levanté temprano, desayuné café con tostadas, llené un gran vaso con agua fresca y me instalé frente a la computadora. Escribí frases para comenzar un cuento que ronda en mi cabeza pero la distracción se apoderó de mí y no logré la coherencia, el sentido. No me esforcé, sabía que mis manos reaccionarían y plasmarían mis sentimientos. Sin proponérmelo comencé a escribirle a Diego como si él estuviera en un lugar muy lejano, un desierto violeta o en una selva roja.
“Mi querido Diego, estoy reaprendiendo a manifestar las caras más ocultas de la pesadumbre. Sé que en algún lugar me estás oyendo. Sino ¿a dónde van mis palabras y mi constante recuerdo? Sé que desde algún lugar me estás viendo. Sino ¿para qué continuar? Y en algún lugar debes estar esperándome. Sino ¿por qué tanto dolor? Quiero contarte que en nuestra casa hice algunos cambios, no todos los que habíamos planeado y que postergué ante tu falta. Pero compré una lámpara extensible que cuelga sobre la mesa del comedor para iluminar los desayunos invernales y las cenas veraniegas, esos momentos que compartíamos largamente y todo el año. No la uso para ese fin, nunca he comido bajo ella, faltas tú y yo puedo comer en cualquier rinconcito. Tu escritorio es ahora mi escritorio, en esa habitación me siento y aspiro, como a una droga, los aromas mezclados de tu colonia inglesa y de las pipas aún llenas de tabaco. Intento esmerarme como tú me lo pedías, pongo mucha voluntad para escribir pero me falta disciplina. Enciendo la computadora y me apronto; me resulta difícil pues tengo enyesada la muñeca izquierda y por más que la psicóloga diga que ello es un claro signo de que me niego a vivir, las manos se me hinchan, me duelen y me impiden hacer las tareas más elementales. Quizá las muevo demasiado y ellas no se conmueven cuando hurgo entre tu ropa, te busco en los rincones de la casa, me aferro durante el sueño a tu almohada o busco entre tus libros alguna nota aún no descubierta. Sin desearlo aprieto mis dedos contra las palmas y cuando se enrojecen y me arden dejo que la impotencia me cubra. Aunque ya no vendrás me siento en el escritorio a esperarte, mis ojos atraviesan el cristal de la ventana y se pierden en la ciudad que vive allá abajo. La observo para tener claro que yo también existo. Me alteran las bocinas y los autos que se detienen ante el semáforo y arrancan con rapidez, la gente que grita o se ríe, el sol que llena de sombras las calles, y las lunas y las estrellas prendidas del cielo. Cerré la terraza con ventanas corredizas; en ella coloqué la reposera amarilla, todas mis plantas y tus orquídeas. Están hermosas. En ese lugar paso la mayor parte del día, escucho música, dormito, me sobresalto con un mal sueño. Busco entre los árboles y los edificios los pedacitos de mar y los barcos que veíamos pasar. Acá el cielo es todo mío y espero largamente a un picaflor que, de vez en cuando, sube hasta nuestro piso. Nuestros amigos dicen que estoy mejor, algunas personas afirman que estoy muy recuperada. Quiero confesarte una última cosa. A mi conciencia descarnada le cuesta seguir viviendo. Me aferro a tus territorios, me falta tu silencio, añoro despertarme sin tu mirada sobre mi rostro, extraño tus manos que me recorrían y a tu cuerpo inclemente cuando éramos indivisibles. ¿Dónde está tu risa fácil, tu mirada inspiradora, tu malhumor pacífico? Intento que permanezcan en cada latido de mi corazón y en la más microscópica de mis células. Te extraño demasiado. Es tan dura e indiferente la muerte. Amor, no quiero preocuparte, estoy bien y un día más es un día sin cadenas que arrastrar. Te prometí ser feliz y lo seré nuevamente. ¿Te acordás de Julián, tu amigo, que fue el personaje de aquella vieja novela? Ya no sufro por él y la novela no me preocupa. Algún día los personajes volverán y serán dueños de mi inspiración.
Los hechizos se destruyen y el azar vuela por mi ciudad.”

lunes, 29 de septiembre de 2014

A CONCURSO: 12 - ANSELMO, por MPFaro



ANSELMO

Hay circunstancias en las que  se hace patente lo que el  azar puede cambiar toda una vida.
Mi padre lo conoció en la década de los 50 cuando empezó a trabajar en el hospital psiquiátrico de aquella ciudad y jamás pudo olvidar su historia. El hospital era un edificio que se adivinaba haber conocido una época más gloriosa. Antigua propiedad de unos condes de la zona había pasado a ser patrimonio estatal hacia lustros. En él mi padre atendía a los enfermos además de pasar a ser su confidente en ocasiones.
Anselmo era un residente pero no se trataba de un  enfermo conflictivo. Era delgado de tez pálida y ojos grises de mirada perdida. Todas sus demostraciones de locura se limitaban a alguna excentricidad pero en aquellos años de postguerra eso convertía a cualquiera en candidato a ingresar en un manicomio. Allí convivían los seres más molestos que la sociedad de entonces ni sabía ni podía tratar adecuadamente. No eran centros donde se sanaba sino simplemente el lugar al que se retiraba a los enfermos mentales de la vista de los “normales”.
Era un hombre que había rebasado los 60 años de mirada triste y traje raido. Podía pasarse horas hablando frente a una silla vacía, decía comer a diario en compañía de Alfonso XIII  y presumía de tener diálogos con el espíritu de Miguel Servet quien “tenía una conversación inteligente pero que desprendía un cierto olor a chamuscado”. Le apasionaba leer y a veces el personal del centro se veía en la necesidad de obligarlo a dejar la lectura para acudir al comedor o irse a la cama. Si se le hubiera permitido, habría  dejado de alimentarse y de descansar por no dejar su afición tal y como ya había hecho antes de ser recluido.
Ignacio, otro orate,  se afanaba en coleccionar cuantas chapas de botella se hallaran su alcance. Su mente enferma transformaba las chapas en condecoraciones adquiridas por él mientras ejercía su profesión de policía. “Esta me la concedieron cuando frustré el asalto del banco. Esta otra por haber localizado a una mujer secuestrada…”
Es lo que gustaba  narrar a todo el que estuviera dispuesto a escucharle…o no. Asimismo, aseguraba mientras blandía su supuesta pistola que no era otra cosa que una pastilla de jabón, haber sido quien había logrado detener al asesino de Julio Cesar...
Ignacio y yo éramos sus únicos amigos y por tanto a los que fue capaz deconfiarnos su historia.
En la guerra fue un soldado, como muchos miles sin ningún convencimiento, al servicio de uno de los bandos. Después de capturar una difícil posición halló el cuerpo sin vida de un chaval vestido con el uniforme del ejército enemigo. En su bolsillo había una pitillera plateada con un solitario cigarrillo y una foto.
Guardaba ambos objetos asegurando que le librarían de todo mal.
Continuamente palpaba la pitillera con el temor de que alguno de los residentes se apropiaran de ella. Incluso todas las noches pedía a mi padre que la guardara  en un cajón de su despacho mientras él dormía. Era la mayor de las posesiones que había tenido jamás.
Ni siquiera esa pitillera evitó que Anselmo muriera víctima de un infarto a los 82 años aferrado a ella.
Mi padre, que sentía un sincero afecto por el pobre demente, acudió a su pueblo para informar a la familia y para llevarles el objeto de culto. Se trataba de una villa castellana de casas viejas y suelo empedrado por donde correteaban niños con bata de listas y famélicas gallinas.
No quedaba  nadie allegado. Solo una sobrina lejana. Cuando mi padre se presentó ante ella, le hizo pasar a su casa y después de haberle sacado un vaso de vino y unas rodajas de salchichón,  reveló que su  tío había perdido la razón a raíz del hallazgo del cadáver de un joven durante la guerra.
 El azar quiso que Anselmo encontrara muerto con el uniforme del ejército enemigo a su único hijo. En su pitillera junto a un cigarrillo estaba la foto de su padre.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

A CONCURSO: 11 - Bien de pueblo, por Edidelyi



Claudio se sentó sobre la piedra. El sol caía a plomo sobre la ciudad y el río era el único lugar donde se podía estar. Su Madre había muerto hacía unos meses y nadie de la familia quedaba ya en aquel remanso de su infancia. Pasadas las seis de la tarde caminó hacia el centro de la ciudad en busca de alguien o de algo que lo acompañara.
En una mesa del Sorocabana vio la inconfundible silueta del Zorrito.
No era posible imaginar aquel café sin la figura del flaco.
Cuando la dictadura desató en el país su feroz represión, los primeros sospechosos fueron los intelectuales, los trabajadores, los hombres y mujeres más sencillas y tiernas.
Combinada su vida entre el Sportsman, las interminables charlas en el café, y el privilegio mal mirado por los mediocres del pueblo de recibir cada viernes el semanario Marcha, que daba pié a su pasión por ver el mundo en todo su ancho, asomando su mirada por encima de la apacible soledad a la que el pueblo invitaba.
Charla va, charla viene, la historia aquella tan extraña volvió entre risas.
El Hugo había entrado en la Policía. Después de andar de casa en casa con aquél aire de seductor que él mismo había creado, los deberes familiares y cierto cansancio por no poder entrar en el círculo de clase alta con alguna fulana de esas, se casó con la muchacha que lo amaba y tuvo que afrontar la cosa de acuerdo a su cuna.
Desde el golpe de estado, el ejército había tomado el control de las operaciones antisubversivas. La policía debía colaborar. La patria estaba a merced de bandas de muchachos y muchachas en busca de libertad y de un mundo más justo. La subversión quería cambiar el statu quo. ¡Vaya terrorismo!
Cubierta por los visillos de los altos ventanales de la casa, Dulcinea observaba la extraña actitud del hombre que detrás de un árbol de la vereda de enfrente miraba hacia su casa. Con humor y algo perturbada, comentó a sus hijas la extraña situación. Ella era una devota práctica y sus visitas a la Parroquia San Pedro la hacían sospechosa. El cura Villa había sido detenido y confinado en la Base Aérea Nº 2 por presuntas connivencias con los subversivos del pueblo. Nunca pudo el cura recuperarse de las terribles palizas y torturas a las que fue sometido. Muy habilidoso en el fútbol, cuando el partido era por algo, jugaba de sotana y no había Cristo que pudiera sacarle la de cuero enredada en la toga negra y respetuosa del Padre Villa.
La imaginaria frente a la casa de mi madre era una provocación más de los militares.
El Hugo vestido de milico era otra persona. Salvo la anchura de su risa que repleta de blanquísimos dientes lo delataba. Cuando podía se aparecía por el Plaza vestido de civil y aunque conservaba su buena pinta de cajetilla, ya no era el mismo.
Claudio se sentó en la mesa que ocupaba el Zorrito después de darle un apretado abrazo. Pidió un medio y medio, con bastante hielo.
Todas las noches después de dejar el trabajo en el supermercado, el flaco tomaba Manuel Oribe para abajo y tomaba por la 14 después de cruzar la vía del ferrocarril, rumbo a Flores. El día anterior se había quedado con la duda, pero la sombra que a una cuadra lo seguía esta vez lo puso nervioso. Apretó el paso y cuando cruzó la vía se perdió en la sombra y no sintió pasos ni ruidos. Estaba en el medio del campo. No había casa ni luz alguna. Siguió hasta la chacra del amigo a unas dos kilómetros del pueblo y sin comentario, entró por el fondo, pasó por el cuarto de los gurises y se acostó en el colchón junto a la cocina que la doña le dejaba preparado.
Esto sucedía día tras día. Hasta que una noche esperó a su sombra y ¡vaya sorpresa! Era el Hugo que también asustado le dijo: -perdóname Zorrito, pero ¿adónde vas?
-A lo de Guille.
-Está bien, andá tranquilo. Es que me dieron la orden ¿sabés?

lunes, 15 de septiembre de 2014

¡Quedan quince días para participar en el concurso!

Os recordamos a todos que el próximo día 30 de septiembre finaliza el plazo para enviar relatos al concurso de nuestro blog.

Ya sabéis que el premio es la publicación del relato en la edición de nuestra II Antología de El corral de las palabras, sin coste alguno para el premiado.

Y que las bases completas las podéis encontrar AQUÍ.

Ya tenemos diez relatos, que van siendo leídos y calificados por los miembros del jurado. No os diremos aún cuáles son nuestros favoritos, pero os anunciamos que la decisión se hará pública en nuestro próximo encuentro en Alcázar de San Juan el día 5 de octubre, durante la presentación de la I Antología  en esa fantástica localidad manchega. Si quieres estar allí y saber en directo si tu relato ha sido el elegido, sigue nuestro blog y tendrás todos los datos.

Pero si no puedes acudir, y si la resaca de la fiesta no lo impide -tranquilos, esta Signorina es muy seria-, el día 6 lo anunciaremos también en el blog. Sin hora, ahí no me comprometo.

No nos dejéis todo el trabajo para el día 1, que tenemos unos días complicados. Otros fastos literarios y la emoción del nuevo reencuentro pueden causar estragos en nuestras neuronas y, por tanto, en nuestra capacidad juzgadora y decisoria. ¡Ah, las dudas! ¿Quién nos mandaría a nosotros erigirnos en jueces?

Mientras tanto, agradecemos a lectores y concursantes su participación en los comentarios a los relatos. Sólo puede haber un ganador del concurso, pero ¡quién sabe qué amistades pueden surgir y si no será el mayor premio habernos conocido unos a otros!