DESATINADOS
DEVANEOS CON ÉL MÁS ALLÁ
En aquel atardecer dorado
intentaba razonar sus recuerdos; mientras en el horizonte, el sol con su color
de fragua y sus rayos recogido, se deslizaba plácidamente entre nubes blancas,
Hasta el azulado mar. Su existencia pasaba como una locomotora de carbón, que
iba dejando en sus sentidos un murmullo metalizado, revertido de una humareda
parda, cada vez más insistente, en aquel panorama marino, mudo de vida humana.
La soledad
impregnada de placidez se anulaba por la pertinaz automotora que, una y otra
vez, insistía en transitar por aquel apacible paisaje. La mente con un manotazo
de realidad, rechazaba la presencia del olor a humo y rumor del tren de la
memoria, mezclados con la brisa del mar. El resultado era una película
inverosímil, que el viento le hacía danzar en aquel atardecer insólito, aunando
imágenes del tiempo pasado y del presente.
Poco
apoco, la brisa susurrarte se fue apoderando del entorno anulando la
conciencia. Sintió un estremecimiento penetrante cuando le envolvió aquella
bruma de humo y niebla, con un abrazo tan poderoso que fue incapaz de
resistirse. Se abandonó sin miedos en aquella presencia que descubría llena de
ternura; quizá porque era lo que ella estaba aguardando de hacía mucho tiempo.
En aquel
abrazo difuso se quedo adormecida.
No sabía el
tiempo que permaneció allí, cuando percibió las voces de unos niños exaltados
que exclamaban
-¡Está
dormida!
-¡No está
muerta!
Se fue
incorporando para preguntarle a los chiquillos; pero estos salió corriendo como
alma que le lleva el diablo; escudriñó sin resultado la incorporada noche que
le impedía ver más allá de sí misma, sigilosamente se encaminó a su casa. De
pronto volvieron las voces y, esta vez, también eran personas mayores que
intentaban poner un poco de orden en aquella algarabía. Se volvió sobre sus
pasos y apartó a la gente que se encontraba alrededor de algo que estaba en la
arena, y de pronto vio lo que había provocado tanto alboroto.
-¡Puñetas! ¡Si
soy yo!
Se miró
detenidamente, sus pies con sus zapatillas blancas, sus piernas en pantalón
corto, los brazos desnudos con una camiseta de tirantas, palpó su pecho y su
cabeza sintiéndose entera, observando que aquel bulto húmedo que estaba inmóvil
en la arena, también era ella. En aquel momento fue consciente de su situación
-¡Pues anda,
que manera de morir más tonta. Menudo lío para mis hijos. Yo me voy no quiero
más dilemas familiares, ahora me iré a averiguar lo del cielo y el
infierno, que será más distraído.
Se fue
alejándose de aquel remolino de gente que no tendría encuentra para nada su no
presencia. Decidida se encaminó fuera de la playa, ansiando hallar el
paraíso, y se encontró con un gran espacio vacío, sintiéndose pequeña y más
desguarnecida que nunca, a lo lejos un edificio cuadrado, muy blanco, como un
dado grandísimo, y con unas ventanillas tan diminutas que, desde lejos y con
su vista, parecían pequeños desconchones en la pared. Se encaminó hacia
él y entró; se encontró en un enorme espacio cuadrilátero, con paredes huecas,
y columnas redondas de una especie de piedra caliza transparente, que diez
hombres no podrían rodear con sus brazos, el techo no se avistaba, parecía
estar en el infinito; una destellante luz iluminaba todo, pero en todo el
contorno no había focos ni lámparas.
Exclamó.
-¡Claro aquí deben tener luz celestial!
De tramo a
tramo, unas mesas cristalinas que no tenían ni principio ni final. Se dirigió
hacía una de las personas que, al otro lado, estaba muy absorta mirando un
punto del habitáculo que ella no pudo precisar.
-Señorita, por
favor, acabo de morirme y no sé donde tengo que ir, si al cielo o al infierno.
La mencionada
movió su cabeza lentamente y le miro sí interés.
-Señora, aquí
no se llama así.
-Bueno, como
se llame, ¿dígame por favor, por dónde tengo que ir?
-¿Trae usted
los documentos?
-¿Qué
documentos? Si yo me he muerto en la playa, y ya me ve qué pinta, sólo llevo en
el bolsillo cuatro euros y las llaves de la casa.
-Si no lo
trae, vaya aquella mesa, que le den un impreso y lo rellena.
Por lo bajo-
“Cocho, ya empezamos con la burocracia”
Se fue hacia
la mesa indicada y pidió un documento de muerta. Le dieron unos grises
papelotes, cogió un bolígrafo que estaba asido a la pata de la mesa.
Pensó -¡Mira,
parece que aquí también limpian los bolis!
Puso los datos
personales que pedía y, en un apartado decía; motivo de fallecimiento. Se quedo
pensativa
-¿De qué he
muerto yo? ¡Será porque tenía que morirme! ¿Y ahora, cómo me arreglo para
no tener faltas de ortografía? Tiene narices que hasta aquí tenga que lidiar
con la gramática.
-Señorita,
¿qué pongo en el apartado de los motivos de la muerte?, Yo no sé cómo me morí.
-¿Qué dijo el
médico?.
-No se me
ocurrió preguntarle ¿pero, tiene importancia?
-Pues claro
que tiene importancia, porque no es lo mismo que la hayan matado a que se haya
muerto sola.
-No lo
entiendo; yo creí que cuando una se moría todo daba igual.
-¡Pues
no señora, no!
-¿Y eso
influye?
-Claro, todo
se sintetiza más.
-Hay que ver,
hasta para morirse hay que tener suerte, pero me he muerto en la playa, ¿me
darán algún punto más?, que si me hubiera muerto como Dios manda en mi cama y
con mi pijama nuevo, ¿no?
- Señora, ya
le dije que todo de pende de lo que le haya dicho el médico.
- Es que yo ni
lo vi; me fui de allí enseguida para no ver sufrir a mí mis hijos.
-Señora, aquí
se viene cuando se termina todo y sabe lo que dice el médico, y los familiares.
Usted se ha precipitado.
-Claro, allá
andaba siempre precipitándome y aquí, no iba a ser distinto
Entonces se
acordó del la historia de la rana de Marcena, que ella contaba cuando alguien
le atribuía de precipitarse.
-Escuche,
señora, tendrá que volver y enterarse de lo que pasa.
-Ni lo piense,
yo no vuelvo, con las ganas que tenía de estar calmada, ¿usted me ha visto la
pinta que tengo? Con estos pantalones cortos y la camiseta de tirantas.
Creyó
distinguir en la cara de cartón, una sonrisa de Gioconda, cuando le dijo.
-No se
inquiete, si aquí no le ven nada más que los muertos.
-Y le parece
poco, aquí es distinto que allí, que hay más muertos que vivos.
-Señora, si
quiere disfrutar aquí de una buena situación, tiene que elegir a diez personas
y por lo menos, seis tienen que hablar bien de usted.
-¿Y puedo
elegirlas que yo quiera?
-Por supuesto.
-Entonces, es
fácil, eligiere a mis hijos, padres y amigos.
-No se confíe,
puede llevarse una sorpresa.
-Señorita,
¿puede decirme si es tan amable, donde hay por aquí una tienda? Quiero
comprarme algo más decoroso.
-Señora, aquí
no existe la moda; eso es cosa superflua.
-Bueno, de
todas maneras, sólo tengo cuatro euros y no creo que pueda comprarme ni un
pañuelo, ¿tendría una rebequita a mano que luego se la devuelvo?
-Lo que
le voy a dar es esta agenda, y apunte todo lo que oiga. Luego la trae que
ya se le dirá el resultado.
-¿Cuánto
tiempo tengo para aportarla?
Otra sonrisa
de Gioconda.
-Tiene toda la
eternidad, señora.
-Tiene guasa,
lo único que a mí se me daba bien en el otro mundo era la puntualidad. Y eso es
lo que aquí no importa, ¿al menos me podrá decir, cuánto está de lejos
este lugar de donde están mis hijos?
-Pues lo que
usted tarde en llegar.
Iba a
contestarle a la de cara de cartón, cuando en ese momento sintió unos
golpecitos en el hombro. Era un señor mayor que estaba ya harto de la espera y
sujetando su impaciencia en tono amable le dijo.
-Yo creo,
señora, que si sale usted a la calle y piensa donde quiere ir, enseguida llega.
-Gracias,
caballero, muy amable. Mire, eso de pasar a una vida mejor es un decir ¿no?
Porque vaya acarreo que se traen aquí.
Salió a la
calle e imaginó que estaba con sus hijos. Enseguida aparecieron ante ella;
estaban los tres sentados, taciturnos, se le notaban muy cansados y abatidos,
sintió ganas de abrazarles y decirles que no se preocuparan, que estaba bien,
pero no pudo. En esos momentos, como si la hubiera presentido dijeron:
El mayor: -
Pobre, con lo que disfrutaba cuando estábamos todos juntos.
La niña: - Sí, pero le gustaba
que estuviéramos en su terreno.
El pequeño: -
Claro, porque así dominaba ella la situación.
La niña: - Es
que en el fondo, con todo su carácter, era muy insegura.
El pequeño: -
Después de aguantar, al que vosotros sabéis, dieciocho años como para no serlo.
El mayor: -
Lo aguantó tanto porque quiso, porque si por mí hubiera sido, se habría
separado diez años antes.
El pequeño: -
No te pases, hermano, que entonces no hubiera nacido yo.
La niña al
mayor: - Tú te fuiste pronto de casa y no sabes lo que tuvimos que aguantar
todas sus nauras.
El pequeño: -
Y sus manías.
El mayo: - Yo
tampoco me libraba aunque estuviera lejos.
La difunta: -
Atónita. ¡Tenga usted hijos para esto!
El pequeño: - En un tono de
cavilación. Pero nos dijo cuando salimos de casa que procuraría que no nos faltara
nunca un trozo de pan, y desde luego, el pan no nos faltó pero no sabes cómo
teníamos la garganta de arañada, de lo duro que estaba.
La niña: - Y
lo dogmática que era. Los regalos siempre tenían que ser lo que ella quería,
que si la bicicleta, que la cinta andadora, que el video, y lo último ya fue
total; no me compréis tonterías, comprarme sábanas, toallas y paños de cocina,
que los que tengo son los que me quedan de cuando me casé y están que da pena.
Se quedó
parada. La conversación le había dejado muerta “bueno, si es que se podía estar
más muerta aún”. Esta conversación era buena o no para su interesé. Pero, fuera
como fuera, decían la verdad. Lo escribió todo y cerrando su agenda se
marcho sin querer oír nada más, no fuera que empeorara la cosa.
Pensó en sus
padres, aunque sentía mucha pena por verlos sufrir, pero no tenía más remedio
que ir cuanto antes, para dejar de deambular por la eternidad.
Vio como su
padre, sentado en su sillón, delante de la tele, muy limpio y peinado, parecía
un marques, con su camisa blanca, su corbata azul que combinaba con los cuadros
de su bata, y en su mano el mando a distancia, muy absorto viendo el fútbol. De
pronto muy despacito entra su madre y, poniéndose delante levantando la voz, le
dijo:
-Osé, te pones
con la tele y no oyes nada.
-¿Que es lo
que quieres, María?
-Te preguntaba
si has cogido le foto de la Maricarmen, que estaba en mi habitación.
-Que ya te he
dicho que no.
-Pues alguien
la tenido que coger.
-María, a lo
mejor la has puesto en otro lado y no te acuerdas.
-Anda ya, si
esta anoche la estuve mirando y rezándole mucho rato.
-Vamos a
ver, ¿para qué, quieres ahora la foto?
-Pues para
ponerla en su sitio, que es donde tiene que estar.
-Donde tiene que estar, es en mi
mesita de noche, que para eso me la regaló a mí en mi santo, y tu te apropiaste
de ella.
-Para el caso
que le hacías.
-No querías
que estuviera todo el día cantándole saetas.
-¡Que sepas
que la foto tiene que aparecer! Te prepararé un zumo de naranja.
Y se fue pasillo adelante hasta
la cocina, diciendo no sé qué cosa de aquel hombre, lo despistado que estaba
últimamente.
Ella muy
compleja, también decidió marcharse, sabía que si seguía allí solo conseguiría
enfadarse con ellos, porque desde hacía unos años, solo se entretenía
discutiendo, cosa que nunca había hecho antes.
Llevaba cinco
personas, y no tenía las cosas claras. Decidió que las próximas serian sus
amigas del alma. Deberían hallarlas a las tres juntas, y las encontró tomando
unas cervecillas, sentadas delante de un gran plato de caracoles que debían
esta exquisitos “para ellas, claro”, por lo entretenidas que estaban con sus
palillos de dientes, hurgando en el interior de aquellos bichos; con unos
trocitos de pan mojaban una y otra vez en la salsa, que se apreciaba
picante.
Gange: –Me
estoy acordando de la Carmela, no hubo manera de que probara nunca los
caracoles.
Nani: –Ni los
caracoles y algunas cosas más.
Gange: – Se
perdía siempre lo mejor.
Lola: - Y la
forma de vestir, con aquellos encajes y lacitos ji.ji.
Gange: - Lo
puesta que iba siempre, fuera donde fuera siempre con sus labios y ojos
pintados.
Lola: -
Hay que conocer que se podía contar con ella.
Gange: – Sobre
todo, cuando era para las fiestolinas
Nani: –Ella
siempre decía que era adjunta a nosotras, que se juntaba a las comidas, a las
copas.....
Gange:-
Recuerdo cuando nos conocimos, me pareció la cateta por excelencia y pasé de
ella, un monto.
La muerta: -
Mira guapa, tú a mí me caites como una patada en el estomago, y también pase de
ti, pero tienes que reconocer que el destino nos unió por algo.
Gange:- Pensativa; bueno, luego llegamos a conocernos tanto que no
pedíamos pasar la una sin la otra, aun que fuera para reñir.
Nani: - Y que
no era ligona, no se podía salir con ella, enseguida se arrimaba algún pesado.
Lola: -Si,
pero lo divertido era, el pitorreo que se traía con todos.
Gange: - Si
mucha guasa, pero cuando alguno la embobo, fue una pesadilla aguantar sus
lamentos.
La muerta
mosqueada, dando vueltas alrededor de ellas, diciendo para sí misma,
“digo para sí misma porque claro, nadie la oía”:
-¡Niñas, que
estoy muerta!, y cuando uno muere todos dicen que son buenos, por lo menos,
decir que era simpática.
Y como si la
hubieran oído.
Gange: - Hay
que reconocer que a veces tenía su punto.
Nani:-Sí pero lo perdía todo con sus enamoramientos.
Gange: -Es que
tenía una vista para los hombres.
Lola:-Yo
agradecía a veces que no tuviera graciosa porque mira cuando le daba por
cantarme lo de que bonita es mi niña.
Gange-Sí a
las tantas de la madrugada a gritos pelados de bajo de tu ventana.
Lola - Como
que tenía que bajar rápido para que se callara y no despertara a los vecinos.
La muerta:
-Sabéis lo que os digo, que os den morcilla; adiós guapas ¡si lo sé, no vengo!
Cada vez más
impacientad pensado que con aquellas recomendaciones no ingresaba al cielo ni
de guasa, le echo un vistazo a lo que estaba escrito en la agenda. Suspiro
resignada, le faltaba dos, debería elegí bien porque si no tendría que esta
perpetuidad bregando con la de la cara cartón, y estaba muy cansada.
Decidió que el
próximo fuera el que ella creía que era el hombre que más la había amado. Algún
recuerdo bonito le quedaría de los primeros tiempos. Lo encontró en su
despacho, sólo, muy absorto, con un montón de papeles; la radio a su espalda le
promocionaba una música de fondo que daba una poquito de calidez, a aquel
despacho sombrío e inhóspito; pensó como se la arreglaría para saber que
opinión tenía de ella; de pronto, empezó a sonar una de aquellas dulces
canciones que, un día, él le había grabado con tanto amor" si tú me dices
ven lo dejo todo”. En ese momento se quedó parada. Comprobando fascinada que
podía oír sus pensamientos.
-Pobre Carmen,
cómo llegó a creerse que yo la quería. Era tan sensiblera, que la metí en
el saco. Pero qué pesadita se puso al final, con tantos poemas y palabrerías.
No entendí jamás cómo una mujer de su edad podía ser tan cursi.
Crispada dijo:
-Por supuesto, insulso, que me metiste en el saco. Pero tenía tantos boquetes
que sólo una pesada como yo podía permanecer en él sin escurrirse, pero claro,
más grande fue la caída.
El flemático
cambió la emisora diciendo.
-Bueno, seguro
que donde esté encontrará a alguien a quien darle la tabarra con sus risibles
poesías.
No sabía si
llorar o darle un puntapié al sillón, donde estaba, girándose de un lado a
otro. Optó por esto último, y nada más que pensarlo, el sillón hizo un vuelco
extraño hacia adelante, cayendo de bruces sobre el montón de papelotes.
Lo vio morder el polvo, “literalmente”, porque levantó la cabeza, escupiendo y
quitándose el resto del papel impreso que se le había quedado entre los
dientes “Valió la pena morirse para ver aquello”.
Ni siquiera
una evocación de aquellos encuentros, tan breves como intensos, para él sólo
había sido una experiencia más. Como retoñaba la humillación que un tiempo le
hizo sufrir tanto. Ahora lo veía sentado, no podía concebir como en su madurez,
este sujeto fue capaz de ocupar la parcela más excitante de su vida. Por última
vez lo envolvió en un vistazo de dejadez y se fue cantando. “Solo fui para ti
una bámbola”.
Resultado, le
quedaba una última oportunidad. Tendría que aprovecharla bien. Pensó en su
vecina Carmen con la que había compartido ciertas salidas y conversaciones
filosóficas sobre los amores, amorcillos de lo sujetos fiadores de sus
quererles.
Estaba en la
escalera recogiendo el pan que le había dejado el panadero en el picaporte de
su puerta; cuando otra vecina la saludó:
-Buenos días,
¿te has enterado que ha muerto una vecina que vivía en el segundo?.
-Sí, pobre era
amiga mía.
-¿No-venia
mucho por aquí ¿no?
-No, trabajaba
en la costa y venia poco.
-Yo no la
conocí.
-Era un poco
rarilla, pero en el fondo buena gente.
-¡Vaya menos
mal que alguien dice algo bueno de mí! Por si acaso, me marcho antes de que
esta se le escape algo de aquella noche, que llegábamos cuando el portero ya
estaba limpiando la escalera, y eso no creo que esté bien visto en el otro
barrio.
Con su agenda
bajo el brazo se marchó no muy convencida del resultado de su encuesta, “si es
que podía llamarse así”. Ojeó lo escrito. Pensó que quizás debería perder la
agenda; pero si le hacían empezar de nuevo; también podía inventarse algunas
cosillas, para eso siempre había tenido cierto talante escribiendo, Y, si
estaban tan actualizados que tenia Internet y ya sabían el resultado. Sin dale
más vueltas, se dirigió remisamente aquel edificio tan insólito; deseando que
no estuviera la cara de cartón.
Se encontró con
un barbilampiño lánguido, le sonrió pensando que siendo joven tendría más
consideración, pero el muchacho la envolvió en una mirada tan tiesa que le
cortó la sonrisa; temiéndose lo peor, le alargó con dudas lo que tantos
desazones le costó conseguir.
El imberbe
oteó sin interés el escrito, y sin mirarla le dijo.
-Señora, sabe
que aquí no expresa nada.
-¡Cómo que no
dice nada, si he hecho más kilómetros espirituales que si hubiera
realizado el camino de Santiago andando!
-Señora, lo
que quiero decir es que no aclara como se portó usted allá; y ni siquiera se
sabe como murió.
-Que manía con
esa historia, qué más da como he muerto; sé que fue en la playa.
-Pero, ¿la
asesinaron o se murió sin más?
-Yo aunque
estaba allí, estaba dormida y no me entere de nada
-Tenemos que
saber a qué clase pertenece.
-No me diga
que existen también aquí clases sociales, pues estamos apañados.
-Escuche,
señora, tiene dos posibilidades: o vuelve otra vez y trae más información o se
queda en un rincón quieta y muda.
-Quiere decir
en el limbo, vaya.
-Señora,
¿quiere no rezongar más? ¡No me haga perder más tiempo!
Alargando
la mano para coger su agenda, con la ira que en determinadas ocasiones
había sentido y que ella temía tanto.
Le dijo con
mal flema: -Perdone por las molestias; no sabía que su perpetuidad fuera más
decretada que mi eternidad.
Quiso dar un
paso adelante para seguir diciéndole aquel individuo que estaba cansada
del mejor mundo, que decían que era éste, y que quería morirse; bueno, no
morirse, o lo que fuera, para largarse de allí. Fue tal el berrinche, que
sintió como su espalda se tensaba; y que el abrazo, que en su momento percibió
tierno, la abandonaba, sintiendo como las piernas se le endurecían. Un dolor
tremendo en los dedos de los pies que se arrugaban, rígidos hacia dentro; su
mano no encontró lo que buscaba y miró donde la vio por última vez, dándose
cuenta que también su vista estaba afectada. Toda la claridad del entorno se
diluía en una tenebrosidad que le hizo estremecerse; en unos instantes todo se
esfumó, solo sentía la mirada teñida de distancia de aquel hombre que había
envejecido treinta años, la angustia le mordisqueaba el estómago y mil hormigas
presurosas merodeaban por su cuerpo, frenando su enojo.
Poco a poco se
fue acostumbrando a aquella oscuridad. Se dio cuenta que el hombre que la
miraba de soslayo era el aguador de Velázquez, desde un cuadro colgado en la
parel, girando la cabeza con una torpe mirada, fue descubriendo el
insignificante apartamento; observó cómo las cortinas impedía que el atardecer
se depositara en el interior; la mesita con el televisor, la pequeña cocina
mustia, el viejo sofá cama, con su estampado raspado; la puerta de la calle
severa y la cama pequeña donde se encontraba boca abajo; aunque todo era tan
pequeño. Se sintió reconfortada después del aislamiento de los grandes espacios
vacíos que había soportado.
De pronto todo
tenía sentido mirando su pijama nuevo, suspiró aliviada. ¡Todo había sido un
sueño! Incorporándose lentamente descorrió el cortinón; la luz del atardecer se
deslizó dentro del pequeño recinto y en su ser; se dirigió hasta la diminuta
cocina para prepararse un café, puso un poco de música. Los recuerdos empezaron
a aflorar, desde el instante que llegó del trabajo desalentada por la ávida
llamada de la mañana, que la impregnó de nostalgias que la sumió en tal apatía,
que sólo quería excluirse de aquella vida que no había sido benévola con ella.
Comió un poco de ensalada con un poco de queso, disponiéndose a hacer una
siesta en toda regla. Tenía tiempo hasta el crepúsculo de sol, que no se perdía
ningún día. Se puso su pijama, cerró todo a cal y canto, apago el
teléfono móvil, como hacia siempre que se hallaba desorientada en el mundo y
quería extraviarse en lo más recóndito de los sueños.
Pausadamente
se deleitó con el café y con la bella música que salía de aquel radio casete
antiguo. El desatado devaneo del sueño aun se percibía en el entorno, punzando
la angustia en su pecho por aquel involuntario desvarío; la melodía que llegaba
a sus oídos le recordaba la que él escuchaba, abrigando la misma dolencia que
la envolvió cuando lo percibió sentado en aquel sillón girándose de un lado a
otro. Sintiendo de nuevo como su sangre le abrasaba como un ascua viva. Con
brío se desprendió del abrigo de la evocación que le masticaba el corazón,
tornando sus pensamientos en los personajes cada vez más palidecidos, en
su memoria. La intolerancia de la cara de cartón y el imberbe, que tanto la
hicieron rabiar, los lugares largos y solitarios que la encerraba en una galera
sin salidas. Cuando terminó con el café, puso la taza en el fregadero, se
cambio de ropa, apagó la radio. Salió. Ansiaba que la visión de la puesta de
sol le lijara la sequedad del alma.
La tarde
desaparecía cándidamente. Respiró profundamente el aroma apretado de la hierba
recién cortada y regada del olor a sal; se dirigió hasta la orilla de la playa
quitándose las zapatillas blancas, notando como las olas en su llegada a
borbotones se alisaba besándole los dedos de los pies como un dulce amante. El
sol con su color de fragua se deslizaba plácidamente hasta el acompasado mar;
en el tapiz celeste se asomaban las estrellas que guiñaba burlonas a la
noche. Continuó caminando, bebió la brisa, hinchado su pecho de atardecer, y
refrescando la esperanza de que el nuevo amanecer trajera las frescas melodías
de sal; sintiendo que nada más que por eso merecía la pena vivir.
Siguió con el paseo, miró sus
pies desnudos, el pantalón corto y la camiseta de tirantas, pensó con
voz reserva:- Carmela, ya vuelve a las andadas.