lunes, 22 de diciembre de 2014

Virginia y yo, por El Hombre de Acero



Nos hace felices seguir recibiendo colaboraciones. Hoy tenemos el gusto de compartir con todos los lectores este precioso regalo. Gracias, Hombre de Acero.

 


Virginia y yo


Su frontis neoclásico daba pena de tan descolorido, como si lo hubieran rascado con un gigantesco cepillo de púas. El inmueble en conjunto parecía un león agonizante varado en una esquina de la plaza, lleno de grietas, desconchados y excrementos de ave. El espectáculo, de puro triste, me hizo dudar. Acaricié el sobre, en el bolsillo interior de la chaqueta, a la altura del corazón, y un aleteo en el estómago me impulsó a continuar caminando.
Pulsé el timbre del pórtico y un bedel muy joven asomó con una sonrisa afable. Me presenté como antiguo alumno de la facultad, matemático recién jubilado, y añadí que, al enterarme de su inmediata demolición, me habían entrado la morriña y las ganas de dedicarle una visita antes de que desapareciera. Que no faltaría más, amigo, que entendía mis sentimientos y que no era el primero al que se le había ocurrido. Más bien de los últimos. Me advirtió que tras semanas transportando lo que fuera útil no quedaba nada interesante. El resto iría a los contenedores. Me cedió el paso al interior y siguió tecleando en su móvil.
La desolación invadía el claustro de la vieja facultad de Ciencias Exactas, en su tiempo orgullo de la Universidad Complutense. Me recordó una playa batida por los restos de un naufragio. El suelo lleno de cascotes y desperdicios, gatos merodeando entre restos de bocadillo, paredes enmohecidas, ventanas sin cristales... Abandono, suciedad y brozas. Inmersas en un silencio de oquedad, infinitas moléculas de polvillo en suspensión danzaban al sol del atardecer creando una atmósfera fangosa. Subí por escaleras de peldaños rotos entre balaustradas de piedra descarnada.
En el piso superior desemboqué en la biblioteca. Se me escapó una sonrisa melancólica. Cuatro décadas atrás, Virginia y yo coincidimos allí en jornadas de aplicado estudio, rodeados de silencio y de estanterías con libros y cartapacios pulcramente ordenados. La recorrí con devoción. Desposeída de sillas y mesas, con anaqueles vacíos que iban a terminar hechos añicos, anduve por ella sorteando textos desmochados, papeles rotos y utensilios en desuso, como reglas de cálculo y tablas logarítmicas. En un rincón algunas cajas con cachivaches a destruir. Tan solo me reconfortó el añejo aroma a madera noble.
Por un lateral pasé al archivo que se utilizaba como almacén de la biblioteca. Miré al fondo. Un suspiro de alivio. Había llegado a tiempo. Supuse que el armario era demasiado viejo para reutilizarse y demasiado grande para ser transportado. Supuse también que en eso nos parecíamos: ambos éramos considerados ya por la sociedad entes obsoletos e inservibles. Con un barrote de hierro palanqueé para separarlo del muro. Arrodillado y alargando el cuello, extendí el brazo por detrás y palpé con las yemas de los dedos la superficie de madera hasta tocar la tela. Allí seguía. Lo así por la punta y estiré, muy despacio, con mimo, no fuera que se hubiera ajado y lo rasgara. El pañuelo de seda de Virginia. La única prenda de las que vestía que no le quité.
En aquella lejana tarde nos demoramos más de lo habitual. Otro bedel, ése con bigote y cara de policía, debía marcharse para acudir al médico, según dijo. Nos pidió que al salir cerráramos con un portazo y que las luces quedaran apagadas. Había confianza, éramos amigos suyos tras cinco largos cursos. La facultad casi desierta y Virginia y yo los dos sufridos resistentes de la biblioteca. Faltaba poco para los exámenes de junio, los últimos de la carrera, y exprimíamos las horas para memorizar docenas de páginas de apuntes.
Hay episodios imperecederos que surgen una vez en la vida, sin avisar, y pronto se tiene la áspera certeza de que no se darán de nuevo. Hace muchos años que me resigné a no volver a poseer en ningún rincón de un oscuro archivo a una Virginia enroscada en mis brazos y apoyada en un armario. A no volver a absorber entre gemidos el sabor agridulce de su cabello enmarañado, de su piel, exquisita como el raso, ni a besar y morder sus labios y cada centímetro de su cuerpo receptivo, ojos cerrados y nuca arqueada. Ni a lamer uno tras otro valles, montañas y canales, como el niño goloso que rebaña la melaza de un cuenco, mientras ella acompasaba los movimientos de su pelvis al ritmo de mi lengua. Entonces deseé que el instante fuera eterno, pero intuí que iba a ser tan efímero como irrepetible, y que luego se perdería para siempre, igual que el agua de un cubo arrojada en el mar.
En aquella caliginosa tarde los dos fuimos uno. Por primera y última vez. Y lo fuimos con la furibunda pasión de los veinte años. Sin apenas palabras. Sin miedos ni vergüenzas ni remordimientos. Y, al acabar, Virginia desanudó el pañuelo de su cuello y lo impregnó con el sudor y los restos de los flujos de ambos. Después, luciendo la sonrisa más fascinante y pecadora que mis ojos han disfrutado jamás, lo escondió en un hueco trasero de un armario instalado esa misma mañana, todavía por fijar a la pared. La guarida perfecta para el amuleto de un éxtasis.
Me senté en una caja. Extraje del bolsillo de la chaqueta el sobre, y de éste su contenido: la foto de un hermoso distrito de Alejandría, y una hoja escrita con cuidada letra redondilla.
«Mi querido Enrique:
Espero que este correo te llegue. Solo dispongo de tus antiguas señas, las que nos intercambiamos en la fiesta de despedida de la promoción. ¡Hay que ver; tiemblo al recordar que de eso hace más de cuarenta años! Aunque, si bien lo pienso, a estas alturas me parece que de todos los brillos de mi vida hace ya cuarenta años.
Nuestra compañera Irene me comunica que trasladan la facultad de Exactas a la Universidad Politécnica, que van a demoler el edificio donde estudiamos para construir oficinas o algo parecido. Quizá lo sepas. Pues bien, esta vieja amiga se atreve a pedirte con toda el alma que le concedas un pequeño e íntimo favor. Hay algo que quiero que rescates antes de que la piqueta lo sepulte. ¿Te acuerdas del pañuelo que oculté en la biblioteca? ¡No te perdonaría que lo hubieras olvidado!  Quiero que lo recuperes y que lo guardes donde no tengas que dar explicaciones a nadie. ¡No lo tires, por lo que más quieras! Me reconfortará saber que lo tienes tú. Y sólo tú, porque me temo que nunca podrás devolvérmelo. Pero con eso me conformo.
Tras mucho deambular resido en Alejandría, donde vivo razonablemente feliz con la proximidad de mis hijos y nietos, y junto a Karim, mi marido. ¿Recuerdas?, mi novio de entonces. Al final, aquel egipcio moreno que tan mal te caía consiguió regresar a su país con una española en la maleta.
La memoria no me funciona como antaño. Aumenta la distorsión de unos recuerdos en los que se entremezclan personas y fechas deformadas por las realidades cotidianas, como los países cuya ubicación confundo a menudo. Pese a ello, en mi mente han quedado prendidas algunas imágenes nítidas que, te lo juro, nunca se borrarán, y que al cabo de una montaña de años reaparecen de vez en cuando, como una placentera reliquia gráfica. Sobre todo si mi ánimo decae en ratos de pesimismo, nostalgia o soledad. En este caso, ¡en el tuyo!, ¿fue culpable el más divertido, tierno, ocurrente, guapo, y también un poco temerario y hoguera, de todos los chicos de la promoción 1967-72 de Ciencias Exactas?
Te adjunto una foto de mi barrio. Mi casa es la grande de color blanco, a la derecha del minarete. La tuya la tendrás siempre dentro de mí.
Virginia»

El Hombre de Acero

2 comentarios:

  1. Una matemática sin números23 de diciembre de 2014, 18:39

    ¡Qué bien escribe usted, Hombre de Acero! Algo falla en su nombre, porque alguien de acero no creo que sepa hacernos llegar tan bien las emociones. Aunque quién sabe, con lo que avanza la tecnología...

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  2. Bonita historia. Me ha gustado, sí señor.

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