Solo en la habitación del hotel
imaginó cómo podía terminar el día y sintió un escalofrío. Empezaba a hacer
frío o al menos eso es lo que le parecía. Cerró la ventana pero mantuvo la
vista en la playa, en una pareja que paseaba cogida de la mano.
Sujetaba la cortina con una mano
mientras que con la otra jugueteaba con las dos pequeñas piedras que siempre
llevaba a mano en el bolsillo del pantalón. Sonreía. Aquella escena le había
traído a la memoria aquel momento de su infancia en el que encontró la forma de
empezar a ser feliz de nuevo.
Ese ya lejano verano fue en el que sus
padres habían decidido que ya era suficientemente mayor para tomar sus propias
decisiones. Hasta ese momento no se había preocupado en absoluto de cosas como
qué ponerse o qué comer. Se limitaba a admitir las decisiones de sus padres.
¿Hoy tocaba bocadillo de chorizo en lugar de chocolate? le parecía bien ¿Cuento
de dinosaurios en lugar de aventuras? Era
bueno variar, pensaba.
Pero eso había cambiado de golpe justo
la mañana que cumplió ocho años. Sus días se convirtieron en un continuo flujo
de preguntas difíciles de contestar ya que nunca hasta entonces se había tenido
que enfrentar a ellas. ¿Quieres ir al parque o al cine? ¿Qué te apetece comer,
macarrones o arroz? ¿Qué camiseta te pones, la roja o la azul?
Su sensación de angustia creía por
momentos. Elegir significa renunciar, perder y posiblemente fracasar al optar
por una decisión equivocada.
Después de un día de cumpleaños
desastroso del que no supo disfrutar con nada de lo que hizo, pensando que no había ido al parque de
atracciones por ir al cine, que un helado de vainilla y chocolate le impidió
probar el de tutti fruti y que elegir una bicicleta en lugar de un radiante
patinete como regalo podía cambiarlo todo en sus horas de parque con los
amigos, decidió buscar una solución para tanto desasosiego.
No era que lo quisiera todo, simplemente
le costaba decidir que sería lo mejor.
El remedio lo encontró semanas más tarde,
aquella mañana mientras paseaba con sus padres por la playa recogiendo conchas
y piedras. De entre todas seleccionó dos piedrecitas idénticas aunque de
distinto color y las guardó a escondidas en el bolsillo. No tardó mucho en
probar si su idea funcionaba y fue poco después a la hora de comer. Paella o
fideuá. Sus padres se quedaron atónitos ante la rapidez de la respuesta ya que
en las últimas semanas los minutos pasaban muy lentamente cuando estaba ante un
dilema como ese. Pero hoy había sido muy fácil. Piedra negra paella. Salió blanca.
Disfrutó de cada fideo y trozo de
pescado como el niño que era antes de los ocho años, ni siquiera se preguntó si
la paella hubiera estado más rica. Había encontrado la forma de volver atrás en
el tiempo y ser de nuevo ese chico feliz en su despreocupación por esas
decisiones tan poco importantes en el devenir de cada día pero que, a su vez,
podían cambiarlo todo.
Sin embargo enseguida supo, ya desde
esa primera vez, que nadie debía saber el origen de sus preferencias, así que
poco a poco fue depurando la técnica de elección para no tener que hacerlo a la
vista de los demás. Sobre todo desde el día que se le ocurrió tirar una moneda
al aire en casa de su abuela porque se le habían olvidado las piedras. La cara
con que le miró toda la familia le hizo ver que su indiferencia ante el
resultado hacía daño, ninguneaba el ofrecimiento de los demás.
A lo largo de su vida iba a dar igual que
lo que usara fueran monedas, piedras, botones,
corchos o canicas, nunca permitió que se descubriera su juego.
Tocaba las piedras con serenidad, quizás
porque se sabía respaldado por el azar. No en vano eran las que le acompañaban
desde el día que murió de su mujer. Las había cambiado por aquel par de botones
que no le habían deparado nada bueno y solo le traían recuerdos de enfermedad y
dolor.
La decisión que tenía que tomar no era
para tomársela a broma. Dio la espalda a la ventana y sacó una piedra. La
blanca. Había tocado bajar al bar del hotel frente a la otra opción. Sonrió de
nuevo. Sabía con certeza que últimamente estaba teniendo mucha suerte.
Buscó en el ordenador la carpeta de
música y la abrió para escuchar algo mientras se duchaba. Escogió la opción de
reproducción aleatoria, como siempre, y comenzó a sonar “fly me to the moon” seguida
del “concierto para dos violines de Bach”.
Se enjabonaba cantando a pleno pulmón,
sabedor de que allí no le escuchaba nadie.
Su gusto musical era extenso y muy
variado fruto de su modo de comprar discos. Lo único que sabía antes de entrar
en una tienda era a la sección que se iba a dirigir y porque lo había echado a
suertes en casa. Jazz, clásica, pop, heavy, ópera o rock and roll, ninguna
quedaba fuera de su lista. Lo demás era fruto de la casualidad ya que entraba,
iba directo a la sección preseleccionada y cogía el primero que encontrara.
Solo entonces lo miraba para comprobar que no lo había comprado antes. De esa
forma tuvo acceso a estilos y grupos a los que de otro modo no se hubiera
acercado nunca y estaba orgulloso de poder escuchar sin problema cosas tan
dispares como “Guns and Roses” y los madrigales de Monteverdi.
Eso sí, lo que no le gustaba quedaba
abandonado en un cajón. El rincón del olvido, como él lo llamaba, era un cúmulo
de cajas de cedés escuchados solo una vez, exiliados a la espera de un
acontecimiento como la llegada de un sobrino al que le daba vía libre de
llevarse cuantos quisiera.
Sus visitas a las librerías eran
similares. Entraba como calma directo a la estantería que la suerte le había
deparado y cogía un libro. Comprobaba que no lo hubiera leído ya y salía
contento con la nueva adquisición. Pero aquí había hecho una excepción. En el
bombo de la suerte hacía tiempo que no entraba la papeleta de la sección de
novela erótica. En lugar de excitarle,
esas lecturas le parecían aburridas y estúpidas a la vez que bastante
increíbles. En cambio había aumentado espectacularmente el montón de libros que
tenía sobre filosofía y novela negra. No sabía si había relación entre ambas
materias aunque tampoco le importaba. Tenía que admitir que los primeros le
servían para darle vueltas a la cabeza sobre la vida, la muerte y más
concretamente su manera de entender ambas. Los segundos le habían enseñado a fijarse
en mil detalles cada vez que entraba en una habitación, como si se internara en
la escena de un crimen que se hubiera cometido momentos antes.
Salió de la ducha y se vistió con
calma. Para percibir bien el aspecto que tenía se apartó unos pasos del espejo
y lo que vio le encogió el corazón ya que la imagen de hombre seguro y confiado
que le devolvía el cristal no era en absoluto la que él sentía que era.
Dudó por primera vez en su vida si
hacía bien dejando que el color de dos piedras dirigiera su vida. Claro que no
las utilizaba siempre.
El día que conoció a la que fue su mujer
durante veinte años no dejó nada a la suerte, se lanzó a su conquista sin la
intervención de ningún color salvo el de su encendido corazón. Aunque con la
perspectiva que da el tiempo tenía que admitir su uso para detalles que le
podían quitar tiempo para otras cosas como color de las flores, qué película
ver o a qué restaurante ir.
Curiosamente con los años había sido
catalogado, tanto por su familia, amigos y compañeros de trabajo, una persona
que daba esa confianza que se necesita en los momentos difíciles ya que no
mostraba nunca dudas a la hora de tomar una decisión importante. Ante una
encrucijada complicada se ponía de pie, metía las manos en los bolsillos y
paseaba con tranquilidad mirando alternativamente al suelo y al techo. A veces
se perdía en pensamientos banales como lo bien que el servicio de limpieza
cuidaba la moqueta de la sala de reuniones o el gran invento que eran esos
techos desmontables en planchas, prácticos y limpios, mientras se sentía vigilado por cien ojos
crédulos en un poder de análisis aparentemente infalible. Había conseguido
engañar a todos a lo largo de tantos años, incluso a sí mismo. Se creía un
experto en negocios inmobiliarios cuando realmente le daba todo igual.
Y eso tenía que acabar de alguna
forma. No estaba dispuesto a dejar que dos piedras dieran al traste con su
vida. El vacío que su mujer le había dejado tras un maldito cáncer era
inaguantable y ya no veía sentido a nada de lo que hacía.
Se apartó de su imagen confundido y
recordó la voz de su padre aquella mañana de su octavo cumpleaños diciéndole:
“la incapacidad de tomar decisiones es, sin duda alguna, un fracaso para la
inteligencia”. Ahí estaba la respuesta.
No había conseguido saber a quien
pertenecían aquellas palabras. Todavía no las había reconocido en ninguno de
los libros acumulados en tantos años de compras erráticas.
Recogió la llave de la habitación y
abrió la puerta.
Un instante antes de salir miró el
interior de la habitación y comprobó que realmente todo hubiera salido a la
perfección. La escena era merecedora de la mejor novela negra. El ordenador
dejaba escapar a regañadientes las primeras notas del Requiem de Mozart.
Iluminaba un sobre que descansaba a su lado con el nombre de su única hija
escrito con letra firme. La banqueta del baño, negra como la piedra que le
hubiera dirigido a ella en caso de haber salido elegida, entre la cama y el
escritorio, justo debajo de la lámpara. De ella colgaba la cuerda. Se
balanceaba al compás de la música en un baile solitario, sabedora de que su posible
pareja en un macabro baile aéreo salía por la puerta a continuar con su vida.
Cerró la puerta con firmeza. Había
conseguido evitar su inminente final gracias a su suerte.
La inteligencia que tanto preconizaba
su padre se había impuesto y había encontrado la forma de engañar a la diosa
fortuna de la misma manera que había usado en los últimos años. Haciendo
trampa.
Camino del ascensor dejó caer al suelo
las dos piedras. Ya no las iba a necesitar nunca más.
A Eva le tocó limpiar la tercera
planta esa mañana. Recogió con asombro dos pequeñas piedras blancas lisas, idénticas
que descansaban en la mullida alfombra del rellano del ascensor.
Estaban muy desgastadas y brillaban
asombrosamente por efecto de un pulido extraordinario. Sin preguntarse cómo habían
ido a parar allí pensó que, haciéndoles unos pequeños orificios, podría
convertirlas en unos originales pendientes para Marina, su hija pequeña.
Sus ojos verdes resaltarían más con
esos dos puntos blancos y luminosos a
cada lado.
Me gusta tu relato, Patatasconbechamel. Aborda el tema del azar con mucha originalidad y con un buen final. Está bastante bien escrito. Tan solo he encontrado alguna frase que otra que puede llevar a confusión al lector, aunque por supuesto que esta es una opinión personal y por lo tanto subjetiva.
ResponderEliminarDesde aquí te animo a seguir escribiendo y contando estas historias tan interesantes y, sobre todo, a compartirlas con todos nosotros.
Un abrazo.
Patatasconbechamel, primero decirte que vaya seudónimo has elegido, jejeje. Dan ganas de comer. Ahora vamos al cuento. Me gustó mucho. Tomaste el azar y lo convertiste en el fundamento de vida de tu protagonista. Nos paseaste por todo el relato llevándonos a una conclusión que al final, con un giro importante, nos haces ver errada. Hay algún detalle que creo que solo se debe a que cuatro ojos ven más que dos.
ResponderEliminarEn conclusión: un cuento estupendo.
Abrazos.
Te estamos esperando. Con muchas ganas de tenerte con nosotros.
ResponderEliminarPerfecta la relación de la vida del protagonista con el azar y la angustia que puede producir la toma de decisiones. A Eva se lo daban hecho. Me ha encantado.
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestros comentarios y ánimos. A partir de ahora prometo poner todo de mi parte para cada vez hacerlo un poquito mejor, mejorar en esas frases que pueden llevar a confusión y algún que otro error que he encontrado al corregir deprisa y corriendo.
ResponderEliminarPero ahora con vuestra ayuda seguro que estas cosas no pasarán por alto.
Gracias y… ¡allá voy con vosotros!