martes, 8 de julio de 2014

A CONCURSO: 01 - EL CAMINO AZAROSO, por videodromproducciones


¿Qué ocurriría si dejáramos de ser previsibles? Esa pregunta me había obsesionado desde siempre, pero algunos hechos que prefiero obviar, me impulsaron a proponerme el siguiente objetivo: romper con el orden natural de las cosas. Mi estrategia: no tomar ni el camino correcto, ni el opuesto, sino todo lo contrario. Salí esa mañana con la firme intención de cumplir mi propósito. Cerré el portón de entrada y me senté en la vereda recostado contra el árbol que estaba justo delante de mi casa. Pasó entonces una mujer de unos cincuenta años, era la madre de Efraín, un amigo de la infancia, me caía bien y siempre la saludaba, pero esta vez la miré fijamente a los ojos, ella me miró también, continuó hablando con otra mujer que parecía ser su hermana y se alejó sin dirigirme la palabra. Recordé entonces que una vez, siendo niños, Efraín y yo habíamos enterrado un tesoro exactamente en el lugar donde yo estaba sentado en ese momento, sin embargo me era imposible recordar lo que había ocurrido luego. Entré a mi casa y tomé una pala. Volví a salir y excavé todo el entorno del árbol, asocié la imagen a la de esos castillos de los cuentos rodeados por fosos llenos de agua y cocodrilos. Más precisamente la asocié a una ilustración que aparecía en uno de los cuentos favoritos de mi infancia y que mostré a mi primer novia, Clara, contento por compartir con ella una experiencia íntima, algo que no me atrevía a hacer con mis amigos varones, siempre tan bien dispuestos a la burla. Lo cierto es que el tesoro ya no estaba allí. Me dirigí entonces a la casa de mi amigo Efraín, de quien ahora sospechaba. De camino intenté recordar, infructuosamente, cual había sido la causa de nuestro distanciamiento. Siempre hay sucesos que distancian a las personas, son causas que se acumulan y que aunque con el tiempo se vuelvan banales o incluso lleguemos a borrarlas de nuestra memoria, siguen estando allí. Son resúmenes gráficos, esquemas lógicos que definen con claridad nuestros vínculos, son como piedritas en los zapatos que siempre nos estorbaron, pero que de a ratos se pierden, entonces dejamos de sentirlas y agradecemos tener puesto ese zapato que nos protege del frío y los vidrios. Llegué a la puerta del edificio de Efraín, me recosté contra una de las paredes del nicho de entrada, me quité el zapato, busqué la piedrita que me estaba molestando, pero no la hallé, en su lugar había un cigarrillo, me lo llevé a la boca, metí la mano en mi media, agarré un fósforo y haciendo presión contra la pierna lo extraje encendido. Pero entonces alguien abrió la puerta y la corriente apagó el fósforo. Era el negro “Apagón“, que reflexionó en voz alta sobre mi persona: “racista hijo de puta”. Me escupió la cara y huyó corriendo. Yo lo seguí, de pronto se detuvo y esperó cruzado de brazos a que lo alcanzara, cuando lo hice volvió a salivar y nuevamente emprendió la huida, ésta vez había fallado. Dobló la esquina y lo perdí de vista, pero cuando la doblé yo lo vi recostado contra una columna con otro gargajo pronto en la boca. Por su mirada noté que iba por el número tres de la cuenta regresiva, disparó su misil pero alcancé a esquivarlo. Escupió una vez más, rodé como Bruce Willis en una balacera y logré guarecerme detrás de un plátano. El negro juntaba saliva. Me asomé y debí retroceder en seguida para evitar el flamante gargajo que se me avecinaba, pegó en el palo. Era el quinto escupitajo y el proceso de secreción de las glándulas salivales del afroamericano se había dilatado notablemente, así que esperé un rato y me asomé en el momento oportuno, el negro gastó infructuosamente su último e impotente misil, que fue a dar al suelo. Quise aprovechar la ocasión para tomarlo por la solapa, pero como no tenía me conformé con su buzo. Lo empujé y cayó al suelo, con mis rodillas apoyadas sobre sus hombros lo desafié a escupir para arriba. Sin embargo había una voz en mi interior que me decía que mi proceder no era el correcto y que debía soltarlo. “¡Suéltalo!” esgrimía como único argumento una voz que parecía provenir de mi ventrículo derecho. “No le hagas caso” replicó una voz ronca desde mi duodeno. Recordé entonces mi promesa matutina y descubrí una botella de agua mineral al pie del plátano, fui a buscarla y tomé un trago exhausto mientras el negro se reponía. Le ofrecí un trago, el “Apagón” me miraba mascando rencor y un chicle de menta gastado, se resistía a acceder a mi invitación, así que tomé otro trago con indiferencia y casi sin efervescencia e hice un buche como para escupírselo, pero lo tragué, le sonreí y apoyé la botella en el suelo. “¿Hacemos las pases?” pregunté en el instante más oportuno. “Bueno” me contestó él, extrajo de uno de sus bolsillos una enorme pipa, la encendió y me la ofreció para sellar la paz entre ambos. Fumé y me atoré, pero no quise expulsar el humo para que no me creyera un marica. De todos modos mis ojos me traicionaron, sentí las lágrimas brotar desde mi nariz y las sequé con mis manos. Opté por disimular mi alergia al tabaco fingiendo una emoción repentina.
-Negro, ¿recuerdas como jugábamos de chicos?- le espeté en un acto de histrionismo tan elocuente que acabé por convencerme a mí mismo.
-Me acuerdo como si fuera hoy –respondió tras una larga pitada- yo te escupía y tú me corrías.
-¡Qué memoria!, negro, ¡qué memoria!
El negro me ofreció un trago de una petaca con ron que sacó de un bolsillo.
-No, gracias. ¿Sabes qué?. Estoy buscando a tu hermano Efraín. ¿Sabes dónde lo puedo encontrar?.
-La última vez que lo vi fue por televisión.
- No me digas que está trabajando en la tele.
Trabajaba pero fue preso por robarse una cámara. Lo vi un día de casualidad en el informativo, pasaron el video que estaba adentro de la cámara que robó,  bueno, que quiso robar, porque lo agarraron enseguida. Parece que el muy tonto dejó encendida la cámara. Lo que no pasaron fue cuando lo cogieron, dicen que le dieron patadas hasta hacerlo sangrar.
-¡Hijos de puta! Por eso yo no confío en los medios de comunicación masiva.
-Lo bien que haces -dijo deshidratado el aficionado al gargajo y tomó un sorbo de ron-. No sé bien que decirte, Mogutu, de eso hace un par de años y en esa época estaba parando en la cárcel de Santiago Vázquez. Yo nunca lo visité porque el horario de visita coincidía con el de los “Power Rangers”.
-Está bien, negro, gracias –le contesté abstraído en mis asuntos, pero intentando demostrarle mis condolencias por la suerte de su hermano, de quien todos sospechaban que era hijo del lechero por lo blanco.
El negro me conocía, sabía que algo me perturbaba y me observaba en silencio mientras yo cavilaba.
-Si te puedo ayudar en algo… -me interrumpió el negro que tenía tan buen corazón para estas cosas como estómago para otras.
-Ahora que lo dices –lo intercepté yo- hay un pozo alrededor del árbol de mi casa, si puedes tápalo.
-No te preocupes –contestó él algo molesto.
En fin, ahora mi objetivo era Efraín. Recordé que durante su infancia trabajaba en un negocio de canje de revistas. Se había ganado el afecto del dueño del local, que lo veía como a un hijo, aunque con los años el viejo pasó a considerarlo como a una esposa. Ahí estaba el viejo, como siempre, más viejo, sentado en su sillita playera al lado del extenso tablón repleto de revistas. La nostalgia me empujó a revolver los lotes. En eso se me acercó el viejo.
-Esto no es una biblioteca -dijo el dulce anciano hediendo a vino. Sus palabras llegaron a mis tímpanos, pero mientras viajaban rumbo al aparato decodificador de mi sistema nervioso, un complejo ingenio selectivo operó de tal manera que su voz resultó descartada ante la presencia, más tentadora por cierto, del ruido generado por un ómnibus que pasaba cerca de allí. Mi disco duro estaba demasiado ocupado absorbiendo cierta información visual: al final del lote de revistas hallé una que me llamó la atención. Atraído por una misteriosa y mágica fuerza me vi obligado a abrir la revista. El viejo me hablaba parado a un pie de mis zapatos. No me tomé la molestia de mirarlo, podía sentir su respiración aguardentosa, el sonido de su voz y hasta el calor de su cuerpo, pero toda esa información llegaba hasta mí deformada como si hubiera bebido catorce medidas de whisky sin hielo. Una especie de filtro se interponía entre nosotros. Pero esos pensamientos no eran más que puras elucubra-ciones que pasaron muy fugazmente por mi mente, que había sido invadida por una imagen que hallé en las páginas de la revista: un castillo rodeado por un foso infectado de cocodrilos exactamente igual al de mis recuerdos, salvo por un cocodrilo de ruleros que se había sumado a la manada.
-La llevo -dije interrumpiendo al viejo.
-No está en venta. Tiene un elevado valor emotivo.
-¿A cuánto asciende? –insistí.
-Si realmente desea comprarla es mejor que hable con mi ahijado Efraín.
-Y ¿cómo me comunico con él?
-Puede hacerlo con mi teléfono móvil.
El anciano apartó una serie de trastes viejos, al hacerlo comenzó a volar tanto polvo que le sobrevino un ataque de tos de tal magnitud que acabó arrodillado en el suelo aferrándose a la mesa con un brazo mientras con el otro intentaba alcanzar un plumero. Sacudió el polvo del móvil y al extender el brazo para entregármelo perdió el equilibrio y cayó al suelo. Yo, ensimismado, no despegaba mis globos oculares de la revista y no me había percatado de las peripecias del viejo. Tomé el aparato para no parecer descortés.
-No se hubiera molestado- dije impertérrito.
-No es ninguna molestia- contestó él mientras agonizaba.
Cuando lo miré creí que había muerto, pero en un súbito hálito de resurrección, alcanzó a decir en mis brazos: “su número es…”. Pero no pudo acabar la frase. No me lamenté sin embargo, mi relación con el difunto no lo ameritaba, lo que me inquietaba era que no hubiese alcanzado a decirme el número de Efraín. Entonces sonó el móvil. Del aparato emergió un sonido que parecía provenir de un helicóptero.
-Hola, Efraín, ¿eres tú? Por fin te encuentro, no sabes como te he buscado.
-¡¿Mogutu?!
-Sí, soy yo. ¿cómo estás?
-Bien, ¿cómo está todo por ahí?
Hice un minuto de silencio, quise convencerme de que lo hacía en memoria del anciano, pero como tenía arteriosclerosis, pensé que la verdadera causa de mi mutismo era que no sabía como comunicarle a mi amigo el deceso de su padrino. Sabía lo estrecha que había sido su relación con él, especialmente desde que el viejo comenzó a ejercer como su proxeneta, así que hice de tripas corazón y me dispuse a contestarle.
-Me gustaría responder a esa pregunta personalmente. ¿Qué te parece a las tres de la tarde en el Restaurante de la calle Bulimia?
-Imposible, a esa hora está cerrado. Además ahora estoy en la base de Guantánamo cumpliendo una misión como integrante de las Fuerzas de Paz de la ONU. ¿Y tú a qué te dedicas?
-Vendo cacahuetes por Internet. Pero eso no importa, Efraín, escúchame, ¿te acuerdas de aquel tesoro que enterramos al lado del árbol de casa?
-Claro que me acuerdo, hijo de puta, fui a desenterrarlo después del chaparrón que hubo esa noche para ver si se había mojado y ya no estaba. Pero no te preocupes, te perdono, ya había olvidado ese incidente, aunque según el psicólogo de la penitenciaría fue la causa fundamental de mi posterior carrera delictiva. Bueno, te tengo que dejar, el comandante acaba de dar la orden de invadir La Habana, si llego tarde me fusilan. Adiós.
La conversación con Efraín me había dejado totalmente desconcertado, hasta ese momento todo parecía señalarlo a él como culpable, pero luego de oír sus palabras el que se sentía culpable era yo por haber desconfiado de quien fuera mi amigo durante tantos años. Pero muy otro era el motivo de mi inquietud: las circunstancias me empujaban indefectiblemente a continuar con la búsqueda del tesoro. Por otro lado recordé nuevamente mi promesa matutina: “no tomar el camino correcto, ni el opuesto, sino todo lo contrario”. Si mi intuición no me fallaba, mis sospechas debían recaer ahora sobre el negro Apagón y lo correcto era ir en su encuentro. Nuestras casas estaban emplazadas en la zona de la ciudad incluida en el semiespacio definido por el plano imaginario que contenía mi figura y por un punto negro ubicado en mi mano derecha. De esto se desprendía que lo opuesto a lo correcto era moverme hacia el semiespacio simétrico al anteriormente citado. Opté entonces por permanecer allí parado y para no aburrirme comencé a ojear la revista que aún tenía entre mis manos. El verbo ojear tiene en éste caso una connotación especial, al menos para mí que poseo un ojo electrónico gracias al cual logré descifrar parte del enigma. En el ojo del cocodrilo de ruleros se reflejaba una de las torres del castillo y allí se podía discernir una de las ventanas del mismo. A través de la ventana, pude distinguir la figura de una princesa que se maquillaba frente a un espejo y en la esquina inferior del mismo, el reflejo de una cama cubierta por un tul a través del cual podía distinguirse un pequeño cofre. Era el cofre del tesoro, quedé estupefacto, eso bajó mis defensas convirtiéndome así en la víctima ideal de un virus que andaba por ahí y que no perdió oportunidad de atacar el programa que controlaba mi ojo electrónico y suprimir de ese modo mis superpoderes. Me di un golpe en la cabeza como si fuera un antiguo televisor defectuoso y así recuperé mi vista de lince. Entonces noté en el espejo algo sorprendente: la cara de la princesa reflejada en el espejo, era idéntica a la de mi novia de la infancia, es más, era ella. Revisé el pie de imprenta de la publicación, era la decimoquinta edición impresa por la editorial Arcada, una subsidiaria local de una editorial española. Entre los trastes que había revuelto el viejo encontré una guía telefónica y enseguida el número de la editorial. Lo digité.
-Hola, ¿editorial Arcada?, podría comunicarme con Clara Boya, la ilustradora… De parte de Mogutu Schwartz.
La secretaria me hizo esperar unos instantes, que se me hicieron eternos.          Los recuerdos que atesoraba de Clara me hacían sentir como si alguien limpiara por dentro las paredes de mi corazón con una gasa. Reconocí enseguida su voz cuando levantó el tubo, era un poco más grave, pero conservaba algo especial en su textura.
-Sí…soy yo…eso no importa ahora, quiero verte… Hoy a las seis junto al árbol que está frente a casa… Yo también, un beso… Adiós.
Durante toda la conversación me fue imposible vencer mis defensas. Mi corazón se heló de nervios apenas pronuncié la primer palabra, sin embargo no titubeé en ningún momento. Una serpiente de fuego nadaba alegre trazando surcos en mi iceberg cardíaco.
La zanja del árbol estaba cubierta, por lo que consideré zanjadas mis diferencias con el negro “Apagón”. Me senté en el bordillo a esperar a Clara. Unos niños jugaban a la guerra lanzándose piedritas. Yo estaba fatigado por la ardua jornada, así que me eché hacia atrás. Vi a uno de los niños trepado al árbol sobre mi cabeza.
La campana de la iglesia sonó seis veces y allí estaba ella, tan puntual como siempre. Vestida con las mismas  ropas que en el dibujo, me tomó  de la mano y me condujo hacia el árbol. Arriba había una casa de madera muy precaria. Adiviné enseguida sus intenciones y le ayudé a subir. Nuestras ropas volaron por los aires hasta aterrizar en la vereda, mi calzoncillo cayó en la cabeza de la madre de Efraín. Un niño armó una honda con los elásticos de la bombacha de Clara. De pronto cayó una piedrita en mi frente, abrí los ojos y solo pude distinguir las ramas del árbol sobre mi cabeza, la calle estaba desierta, atardecía. La campana de la Iglesia sonó siete veces. Sobre la vereda a mi lado, descubrí el cofre. Lo abrí, adentro había un cassette y una nota que decía:
“Querido Mogutu:
No quise despertarte, por tu expresión parecía ser un buen sueño, además a las siete y media parte mi vuelo rumbo a Madrid. Te dejo el cofre porque comprendo que la curiosidad te embarga, pero prefiero explicarte todo detalladamente a mi regreso.
Un beso,
Clara.”
La carta de Clara me dejó desconsolado, ¡cómo pude dormirme en un momento como ese! Permanecí sentado en el bordillo cabizbajo y meditabundo. De pronto oí unos pasos que se acercaban a mí, cuando me di vuelta vi una mano que se llevaba el cassette. Era el negro “Apagón” que se alejó corriendo, se detuvo y se volvió hacia mi riendo, caminaba hacia atrás y me miraba mientras sacudía el cassette con la mano en alto. Lo puso en su walkman y se alejó contoneándose al compás de un reggae.

8 comentarios:

  1. Confieso que estoy algo mareado después de pasear por ese camino azaroso. La verdad, me ha costado seguirlo, sobre todo cuando me he quedado enganchado en un recuerdo de mi infancia. Yo escupía detrás de un ventilador, lo que añadía un plus de emoción al asco que le producía a mis compañeros de tan entrañable juego. Le agradezco el reencuentro con mi yo más repugnante. Suerte

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  2. Antoñita la fantástica9 de julio de 2014, 9:38

    Pues yo he disfrutado del viaje. Quiero otro porro, por favor.

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    1. Jaja. Gracias, Antoñita, pero no puedo suministrarle el susodicho por esta vía.

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    2. Antoñita la fantástica10 de julio de 2014, 9:30

      pues para la próxima, guárdame uno, que se ve que son de calidad jajajaja

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  3. Es curioso: de niña, solía pasar parte del verano en el pueblo de mis abuelos. Teníamos una pandilla formada por chicas y chicos del pueblo, y otros que sólo íbamos en verano. Entre los del pueblo, había uno, Alfonsito, que se vanagloriaba de ser el mejor lanzador de lapos de toda la provincia. Y no sólo los lanzaba muy altos, sino que, cuando caían, también era capaz de recogerlos en su boca. ¡Jodío Alfonsito! El pobre terminó en una cuneta atropellado por un coche mientras circulaba en bicicleta. Descanse en paz.
    En otro orden de cosas, este relato me recuerda por momentos, y salvando las distancias, la magia de las historias de Mark Twain.
    En mi opinión, hubiera quedado mejor si se hubiese revisado algo antes de ser enviado. Que conste que es una crítica constructiva.

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  4. El Jilguero de Carmín (¿o era Carmesí?)24 de julio de 2014, 12:11

    Es curioso que los/las comentaristas se refieran a su infancia comparada con el relato recordando los escupitajos infantiles que también prodigaron. Yo recuerdo haber enterrado en el cuenco de un árbol una caja con algunas cosas que ya no recuerdo. Fuimos varios los enterradores y nuestra esperanza era qué, siglos más tarde, los arqueólogos siderales reconstruyeran el pasado terráqueo.
    Volviendo al relato, sin crítica constructiva alguna, a mí me parece muy bien escrito, aunque la trama no acabe de pillarla. Es como lo que decía mi padre de los curas y su sermones: "que bien habla aunque no se le entienda"

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    1. Hola, Jilguero de Carmín Carmesí:
      Yo también he enterrado en una caja de cerillas una moneda de un euro (pobre que es una) junto a una nota que dice:
      "Este objeto fue el culpable de la extinción de la Humanidad".
      Por si algún día lo descubren los arqueólogos siderales, que conozcan la verdadera causa de la destrucción de la que se consideraba como la civilización más avanzada de todos los tiempos.
      Me gusta que este foro se vaya animando.
      Un saludo.

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  5. Yo la verdad que me he pedido un poco y me he quedado con muchas dudas, espero que el próximo relato las aclare

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