¿Qué ocurriría si dejáramos de ser previsibles? Esa
pregunta me había obsesionado desde siempre, pero algunos hechos que prefiero
obviar, me impulsaron a proponerme el siguiente objetivo: romper con el orden
natural de las cosas. Mi estrategia: no tomar ni el camino correcto, ni el
opuesto, sino todo lo contrario. Salí esa mañana con la firme intención de
cumplir mi propósito. Cerré el portón de entrada y me senté en la vereda
recostado contra el árbol que estaba justo delante de mi casa. Pasó entonces
una mujer de unos cincuenta años, era la madre de Efraín, un amigo de la
infancia, me caía bien y siempre la saludaba, pero esta vez la miré fijamente a
los ojos, ella me miró también, continuó hablando con otra mujer que parecía
ser su hermana y se alejó sin dirigirme la palabra. Recordé entonces que una
vez, siendo niños, Efraín y yo habíamos enterrado un tesoro exactamente en el
lugar donde yo estaba sentado en ese momento, sin embargo me era imposible
recordar lo que había ocurrido luego. Entré a mi casa y tomé una pala. Volví a
salir y excavé todo el entorno del árbol, asocié la imagen a la de esos
castillos de los cuentos rodeados por fosos llenos de agua y cocodrilos. Más
precisamente la asocié a una ilustración que aparecía en uno de los cuentos
favoritos de mi infancia y que mostré a mi primer novia, Clara, contento por
compartir con ella una experiencia íntima, algo que no me atrevía a hacer con
mis amigos varones, siempre tan bien dispuestos a la burla. Lo cierto es que el
tesoro ya no estaba allí. Me dirigí entonces a la casa de mi amigo Efraín, de
quien ahora sospechaba. De camino intenté recordar, infructuosamente, cual
había sido la causa de nuestro distanciamiento. Siempre hay sucesos que
distancian a las personas, son causas que se acumulan y que aunque con el
tiempo se vuelvan banales o incluso lleguemos a borrarlas de nuestra memoria,
siguen estando allí. Son resúmenes gráficos, esquemas lógicos que definen con
claridad nuestros vínculos, son como piedritas en los zapatos que siempre nos
estorbaron, pero que de a ratos se pierden, entonces dejamos de sentirlas y
agradecemos tener puesto ese zapato que nos protege del frío y los vidrios.
Llegué a la puerta del edificio de Efraín, me recosté contra una de las paredes
del nicho de entrada, me quité el zapato, busqué la piedrita que me estaba
molestando, pero no la hallé, en su lugar había un cigarrillo, me lo llevé a la
boca, metí la mano en mi media, agarré un fósforo y haciendo presión contra la
pierna lo extraje encendido. Pero entonces alguien abrió la puerta y la
corriente apagó el fósforo. Era el negro “Apagón“, que reflexionó en voz alta
sobre mi persona: “racista hijo de puta”. Me escupió la cara y huyó corriendo.
Yo lo seguí, de pronto se detuvo y esperó cruzado de brazos a que lo alcanzara,
cuando lo hice volvió a salivar y nuevamente emprendió la huida, ésta vez había
fallado. Dobló la esquina y lo perdí de vista, pero cuando la doblé yo lo vi
recostado contra una columna con otro gargajo pronto en la boca. Por su mirada
noté que iba por el número tres de la cuenta regresiva, disparó su misil pero
alcancé a esquivarlo. Escupió una vez más, rodé como Bruce Willis en una
balacera y logré guarecerme detrás de un plátano. El negro juntaba saliva. Me
asomé y debí retroceder en seguida para evitar el flamante gargajo que se me
avecinaba, pegó en el palo. Era el quinto escupitajo y el proceso de secreción
de las glándulas salivales del afroamericano se había dilatado notablemente,
así que esperé un rato y me asomé en el momento oportuno, el negro gastó
infructuosamente su último e impotente misil, que fue a dar al suelo. Quise
aprovechar la ocasión para tomarlo por la solapa, pero como no tenía me
conformé con su buzo. Lo empujé y cayó al suelo, con mis rodillas apoyadas
sobre sus hombros lo desafié a escupir para arriba. Sin embargo había una voz
en mi interior que me decía que mi proceder no era el correcto y que debía
soltarlo. “¡Suéltalo!” esgrimía como único argumento una voz que parecía
provenir de mi ventrículo derecho. “No le hagas caso” replicó una voz ronca
desde mi duodeno. Recordé entonces mi promesa matutina y descubrí una botella
de agua mineral al pie del plátano, fui a buscarla y tomé un trago exhausto
mientras el negro se reponía. Le ofrecí un trago, el “Apagón” me miraba
mascando rencor y un chicle de menta gastado, se resistía a acceder a mi
invitación, así que tomé otro trago con indiferencia y casi sin efervescencia e
hice un buche como para escupírselo, pero lo tragué, le sonreí y apoyé la
botella en el suelo. “¿Hacemos las pases?” pregunté en el instante más
oportuno. “Bueno” me contestó él, extrajo de uno de sus bolsillos una enorme
pipa, la encendió y me la ofreció para sellar la paz entre ambos. Fumé y me
atoré, pero no quise expulsar el humo para que no me creyera un marica. De
todos modos mis ojos me traicionaron, sentí las lágrimas brotar desde mi nariz
y las sequé con mis manos. Opté por disimular mi alergia al tabaco fingiendo
una emoción repentina.
-Negro, ¿recuerdas como jugábamos de chicos?- le espeté en un acto de
histrionismo tan elocuente que acabé por convencerme a mí mismo.
-Me acuerdo como si fuera hoy –respondió tras una larga pitada- yo te
escupía y tú me corrías.
-¡Qué memoria!, negro, ¡qué memoria!
El negro me ofreció un trago de una petaca con ron que sacó de un
bolsillo.
-No, gracias. ¿Sabes qué?. Estoy buscando a tu hermano Efraín. ¿Sabes
dónde lo puedo encontrar?.
-La última vez que lo vi fue por televisión.
- No me digas que está trabajando en la
tele.
Trabajaba pero fue preso por
robarse una cámara. Lo vi un día de casualidad en el informativo, pasaron el
video que estaba adentro de la cámara que robó,
bueno, que quiso robar, porque lo agarraron enseguida. Parece que el muy
tonto dejó encendida la cámara. Lo que no pasaron fue cuando lo cogieron, dicen
que le dieron patadas hasta hacerlo sangrar.
-¡Hijos de puta! Por eso yo no confío en
los medios de comunicación masiva.
-Lo bien que haces -dijo deshidratado el
aficionado al gargajo y tomó un sorbo de ron-. No sé bien que decirte, Mogutu,
de eso hace un par de años y en esa época estaba parando en la cárcel de
Santiago Vázquez. Yo nunca lo visité porque el horario de visita coincidía con
el de los “Power Rangers”.
-Está bien, negro, gracias –le contesté abstraído en mis asuntos, pero
intentando demostrarle mis condolencias por la suerte de su hermano, de quien
todos sospechaban que era hijo del lechero por lo blanco.
El negro me conocía, sabía que algo me
perturbaba y me observaba en silencio mientras yo cavilaba.
-Si te puedo ayudar en algo… -me
interrumpió el negro que tenía tan buen corazón para estas cosas como estómago
para otras.
-Ahora que lo dices –lo intercepté yo-
hay un pozo alrededor del árbol de mi casa, si puedes tápalo.
-No te preocupes –contestó él algo
molesto.
En fin, ahora mi objetivo era Efraín.
Recordé que durante su infancia trabajaba en un negocio de canje de revistas. Se
había ganado el afecto del dueño del local, que lo veía como a un hijo, aunque
con los años el viejo pasó a considerarlo como a una esposa. Ahí estaba el
viejo, como siempre, más viejo, sentado en su sillita playera al lado del
extenso tablón repleto de revistas. La nostalgia me empujó a revolver los
lotes. En eso se me acercó el viejo.
-Esto no es una biblioteca -dijo el dulce anciano hediendo a vino. Sus
palabras llegaron a mis tímpanos, pero mientras viajaban rumbo al aparato
decodificador de mi sistema nervioso, un complejo ingenio selectivo operó de
tal manera que su voz resultó descartada ante la presencia, más tentadora por
cierto, del ruido generado por un ómnibus que pasaba cerca de allí. Mi disco
duro estaba demasiado ocupado absorbiendo cierta información visual: al final
del lote de revistas hallé una que me llamó la atención. Atraído por una
misteriosa y mágica fuerza me vi obligado a abrir la revista. El viejo me
hablaba parado a un pie de mis zapatos. No me tomé la molestia de mirarlo,
podía sentir su respiración aguardentosa, el sonido de su voz y hasta el calor
de su cuerpo, pero toda esa información llegaba hasta mí deformada como si hubiera
bebido catorce medidas de whisky sin hielo. Una especie de filtro se interponía
entre nosotros. Pero esos pensamientos no eran más que puras elucubra-ciones
que pasaron muy fugazmente por mi mente, que había sido invadida por una imagen
que hallé en las páginas de la revista: un castillo rodeado por un foso
infectado de cocodrilos exactamente igual al de mis recuerdos, salvo por un
cocodrilo de ruleros que se había sumado a la manada.
-La llevo -dije interrumpiendo al viejo.
-No está en venta.
Tiene un elevado valor emotivo.
-¿A
cuánto asciende? –insistí.
-Si realmente desea
comprarla es mejor que hable con mi ahijado Efraín.
-Y ¿cómo me comunico con él?
-Puede
hacerlo con mi teléfono móvil.
El
anciano apartó una serie de trastes viejos, al hacerlo comenzó a volar tanto
polvo que le sobrevino un ataque de tos de tal magnitud que acabó arrodillado
en el suelo aferrándose a la mesa con un brazo mientras con el otro intentaba
alcanzar un plumero. Sacudió el polvo del móvil y al extender el brazo para
entregármelo perdió el equilibrio y cayó al suelo. Yo, ensimismado, no
despegaba mis globos oculares de la revista y no me había percatado de las
peripecias del viejo. Tomé el aparato para no parecer descortés.
-No
se hubiera molestado- dije impertérrito.
-No
es ninguna molestia- contestó él mientras agonizaba.
Cuando
lo miré creí que había muerto, pero en un súbito hálito de resurrección,
alcanzó a decir en mis brazos: “su número es…”. Pero no pudo acabar la frase. No
me lamenté sin embargo, mi relación con el difunto no lo ameritaba, lo que me
inquietaba era que no hubiese alcanzado a decirme el número de Efraín. Entonces
sonó el móvil. Del aparato emergió un sonido que parecía provenir de un
helicóptero.
-Hola,
Efraín, ¿eres tú? Por fin te encuentro, no sabes como te he buscado.
-¡¿Mogutu?!
-Sí,
soy yo. ¿cómo estás?
-Bien,
¿cómo está todo por ahí?
Hice
un minuto de silencio, quise convencerme de que lo hacía en memoria del
anciano, pero como tenía arteriosclerosis, pensé que la verdadera causa de mi
mutismo era que no sabía como comunicarle a mi amigo el deceso de su padrino.
Sabía lo estrecha que había sido su relación con él, especialmente desde que el
viejo comenzó a ejercer como su proxeneta, así que hice de tripas corazón y me
dispuse a contestarle.
-Me
gustaría responder a esa pregunta personalmente. ¿Qué te parece a las tres de
la tarde en el Restaurante de la calle Bulimia?
-Imposible,
a esa hora está cerrado. Además ahora estoy en la base de Guantánamo cumpliendo
una misión como integrante de las Fuerzas de Paz de la ONU. ¿Y tú a qué te
dedicas?
-Vendo
cacahuetes por Internet. Pero eso no importa, Efraín, escúchame, ¿te acuerdas
de aquel tesoro que enterramos al lado del árbol de casa?
-Claro
que me acuerdo, hijo de puta, fui a desenterrarlo después del chaparrón que
hubo esa noche para ver si se había mojado y ya no estaba. Pero no te
preocupes, te perdono, ya había olvidado ese incidente, aunque según el
psicólogo de la penitenciaría fue la causa fundamental de mi posterior carrera
delictiva. Bueno, te tengo que dejar, el comandante acaba de dar la orden de
invadir La Habana, si llego tarde me fusilan. Adiós.
La
conversación con Efraín me había dejado totalmente desconcertado, hasta ese
momento todo parecía señalarlo a él como culpable, pero luego de oír sus
palabras el que se sentía culpable era yo por haber desconfiado de quien fuera
mi amigo durante tantos años. Pero muy otro era el motivo de mi inquietud: las
circunstancias me empujaban indefectiblemente a continuar con la búsqueda del
tesoro. Por otro lado recordé nuevamente mi promesa matutina: “no tomar el
camino correcto, ni el opuesto, sino todo lo contrario”. Si mi intuición no me
fallaba, mis sospechas debían recaer ahora sobre el negro Apagón y lo correcto
era ir en su encuentro. Nuestras casas estaban emplazadas en la zona de la
ciudad incluida en el semiespacio definido por el plano imaginario que contenía
mi figura y por un punto negro ubicado en mi mano derecha. De esto se
desprendía que lo opuesto a lo correcto era moverme hacia el semiespacio
simétrico al anteriormente citado. Opté entonces por permanecer allí parado y
para no aburrirme comencé a ojear la revista que aún tenía entre mis manos. El
verbo ojear tiene en éste caso una connotación especial, al menos para mí que
poseo un ojo electrónico gracias al cual logré descifrar parte del enigma. En
el ojo del cocodrilo de ruleros se reflejaba una de las torres del castillo y
allí se podía discernir una de las ventanas del mismo. A través de la ventana,
pude distinguir la figura de una princesa que se maquillaba frente a un espejo
y en la esquina inferior del mismo, el reflejo de una cama cubierta por un tul
a través del cual podía distinguirse un pequeño cofre. Era el cofre del tesoro,
quedé estupefacto, eso bajó mis defensas convirtiéndome así en la víctima ideal
de un virus que andaba por ahí y que no perdió oportunidad de atacar el
programa que controlaba mi ojo electrónico y suprimir de ese modo mis
superpoderes. Me di un golpe en la cabeza como si fuera un antiguo televisor
defectuoso y así recuperé mi vista de lince. Entonces noté en el espejo algo
sorprendente: la cara de la princesa reflejada en el espejo, era idéntica a la
de mi novia de la infancia, es más, era ella. Revisé el pie de imprenta de la
publicación, era la decimoquinta edición impresa por la editorial Arcada, una
subsidiaria local de una editorial española. Entre los trastes que había
revuelto el viejo encontré una guía telefónica y enseguida el número de la
editorial. Lo digité.
-Hola,
¿editorial Arcada?, podría comunicarme con Clara Boya, la ilustradora… De parte
de Mogutu Schwartz.
La
secretaria me hizo esperar unos instantes, que se me hicieron eternos. Los recuerdos que atesoraba de Clara
me hacían sentir como si alguien limpiara por dentro las paredes de mi corazón
con una gasa. Reconocí enseguida su voz cuando levantó el tubo, era un poco más
grave, pero conservaba algo especial en su textura.
-Sí…soy
yo…eso no importa ahora, quiero verte… Hoy a las seis junto al árbol que está
frente a casa… Yo también, un beso… Adiós.
Durante
toda la conversación me fue imposible vencer mis defensas. Mi corazón se heló
de nervios apenas pronuncié la primer palabra, sin embargo no titubeé en ningún
momento. Una serpiente de fuego nadaba alegre trazando surcos en mi iceberg
cardíaco.
La
zanja del árbol estaba cubierta, por lo que consideré zanjadas mis diferencias
con el negro “Apagón”. Me senté en el bordillo a esperar a Clara. Unos niños
jugaban a la guerra lanzándose piedritas. Yo estaba fatigado por la ardua jornada,
así que me eché hacia atrás. Vi a uno de los niños trepado al árbol sobre mi
cabeza.
La
campana de la iglesia sonó seis veces y allí estaba ella, tan puntual como
siempre. Vestida con las mismas ropas
que en el dibujo, me tomó de la mano y
me condujo hacia el árbol. Arriba había una casa de madera muy precaria.
Adiviné enseguida sus intenciones y le ayudé a subir. Nuestras ropas volaron
por los aires hasta aterrizar en la vereda, mi calzoncillo cayó en la cabeza de
la madre de Efraín. Un niño armó una honda con los elásticos de la bombacha de
Clara. De pronto cayó una piedrita en mi frente, abrí los ojos y solo pude
distinguir las ramas del árbol sobre mi cabeza, la calle estaba desierta,
atardecía. La campana de la Iglesia sonó siete veces. Sobre la vereda a mi
lado, descubrí el cofre. Lo abrí, adentro había un cassette y una nota que
decía:
“Querido
Mogutu:
No
quise despertarte, por tu expresión parecía ser un buen sueño, además a las
siete y media parte mi vuelo rumbo a Madrid. Te dejo el cofre porque comprendo
que la curiosidad te embarga, pero prefiero explicarte todo detalladamente a mi
regreso.
Un
beso,
Clara.”
La
carta de Clara me dejó desconsolado, ¡cómo pude dormirme en un momento como
ese! Permanecí sentado en el bordillo cabizbajo y meditabundo. De pronto oí
unos pasos que se acercaban a mí, cuando me di vuelta vi una mano que se
llevaba el cassette. Era el negro “Apagón” que se alejó corriendo, se detuvo y
se volvió hacia mi riendo, caminaba hacia atrás y me miraba mientras sacudía el
cassette con la mano en alto. Lo puso en su walkman y se alejó contoneándose al
compás de un reggae.
Confieso que estoy algo mareado después de pasear por ese camino azaroso. La verdad, me ha costado seguirlo, sobre todo cuando me he quedado enganchado en un recuerdo de mi infancia. Yo escupía detrás de un ventilador, lo que añadía un plus de emoción al asco que le producía a mis compañeros de tan entrañable juego. Le agradezco el reencuentro con mi yo más repugnante. Suerte
ResponderEliminarPues yo he disfrutado del viaje. Quiero otro porro, por favor.
ResponderEliminarJaja. Gracias, Antoñita, pero no puedo suministrarle el susodicho por esta vía.
Eliminarpues para la próxima, guárdame uno, que se ve que son de calidad jajajaja
EliminarEs curioso: de niña, solía pasar parte del verano en el pueblo de mis abuelos. Teníamos una pandilla formada por chicas y chicos del pueblo, y otros que sólo íbamos en verano. Entre los del pueblo, había uno, Alfonsito, que se vanagloriaba de ser el mejor lanzador de lapos de toda la provincia. Y no sólo los lanzaba muy altos, sino que, cuando caían, también era capaz de recogerlos en su boca. ¡Jodío Alfonsito! El pobre terminó en una cuneta atropellado por un coche mientras circulaba en bicicleta. Descanse en paz.
ResponderEliminarEn otro orden de cosas, este relato me recuerda por momentos, y salvando las distancias, la magia de las historias de Mark Twain.
En mi opinión, hubiera quedado mejor si se hubiese revisado algo antes de ser enviado. Que conste que es una crítica constructiva.
Es curioso que los/las comentaristas se refieran a su infancia comparada con el relato recordando los escupitajos infantiles que también prodigaron. Yo recuerdo haber enterrado en el cuenco de un árbol una caja con algunas cosas que ya no recuerdo. Fuimos varios los enterradores y nuestra esperanza era qué, siglos más tarde, los arqueólogos siderales reconstruyeran el pasado terráqueo.
ResponderEliminarVolviendo al relato, sin crítica constructiva alguna, a mí me parece muy bien escrito, aunque la trama no acabe de pillarla. Es como lo que decía mi padre de los curas y su sermones: "que bien habla aunque no se le entienda"
Hola, Jilguero de Carmín Carmesí:
EliminarYo también he enterrado en una caja de cerillas una moneda de un euro (pobre que es una) junto a una nota que dice:
"Este objeto fue el culpable de la extinción de la Humanidad".
Por si algún día lo descubren los arqueólogos siderales, que conozcan la verdadera causa de la destrucción de la que se consideraba como la civilización más avanzada de todos los tiempos.
Me gusta que este foro se vaya animando.
Un saludo.
Yo la verdad que me he pedido un poco y me he quedado con muchas dudas, espero que el próximo relato las aclare
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