Nos hace felices seguir recibiendo colaboraciones. Hoy tenemos el gusto de compartir con todos los lectores este precioso regalo. Gracias, Hombre de Acero.
Virginia y yo
Su frontis neoclásico daba pena de tan descolorido, como si
lo hubieran rascado con un gigantesco cepillo de púas. El inmueble en conjunto
parecía un león agonizante varado en una esquina de la plaza, lleno de grietas,
desconchados y excrementos de ave. El espectáculo, de puro triste, me hizo dudar.
Acaricié el sobre, en el bolsillo interior de la chaqueta, a la altura del
corazón, y un aleteo en el estómago me impulsó a continuar caminando.
Pulsé el timbre del pórtico y un bedel muy
joven asomó con una sonrisa afable. Me presenté como antiguo alumno de la
facultad, matemático recién jubilado, y añadí que, al enterarme de su inmediata
demolición, me habían entrado la morriña y las ganas de dedicarle una visita
antes de que desapareciera. Que no faltaría más, amigo, que entendía mis
sentimientos y que no era el primero al que se le había ocurrido. Más bien de
los últimos. Me advirtió que tras semanas transportando lo que fuera útil no
quedaba nada interesante. El resto iría a los contenedores. Me cedió el paso al
interior y siguió tecleando en su móvil.
La desolación invadía el claustro de la vieja
facultad de Ciencias Exactas, en su tiempo orgullo de la Universidad Complutense.
Me recordó una playa batida por los restos de un naufragio. El suelo lleno
de cascotes y desperdicios, gatos merodeando entre restos de bocadillo, paredes
enmohecidas, ventanas sin cristales... Abandono, suciedad y brozas. Inmersas en
un silencio de oquedad, infinitas moléculas de polvillo en suspensión danzaban
al sol del atardecer creando una atmósfera fangosa. Subí por escaleras de
peldaños rotos entre balaustradas de piedra descarnada.
En el piso superior desemboqué en la
biblioteca. Se me escapó una sonrisa melancólica. Cuatro décadas atrás,
Virginia y yo coincidimos allí en jornadas de aplicado estudio, rodeados de silencio
y de estanterías con libros y cartapacios pulcramente ordenados. La recorrí con
devoción. Desposeída de sillas y mesas, con anaqueles vacíos que iban a
terminar hechos añicos, anduve por ella sorteando textos desmochados, papeles
rotos y utensilios en desuso, como reglas de cálculo y tablas logarítmicas. En
un rincón algunas cajas con cachivaches a destruir. Tan solo me reconfortó el añejo
aroma a madera noble.
Por un lateral pasé al archivo que se
utilizaba como almacén de la biblioteca. Miré al fondo. Un suspiro de alivio.
Había llegado a tiempo. Supuse que el armario era demasiado viejo para
reutilizarse y demasiado grande para ser transportado. Supuse también que en
eso nos parecíamos: ambos éramos considerados ya por la sociedad entes obsoletos
e inservibles. Con un barrote de hierro palanqueé para separarlo del muro. Arrodillado
y alargando el cuello, extendí el brazo por detrás y palpé con las yemas de los
dedos la superficie de madera hasta tocar la tela. Allí seguía. Lo así por la
punta y estiré, muy despacio, con mimo, no fuera que se hubiera ajado y lo
rasgara. El pañuelo de seda de Virginia. La única prenda de las que vestía que
no le quité.
En aquella lejana tarde nos demoramos más
de lo habitual. Otro bedel, ése con bigote y cara de policía, debía marcharse
para acudir al médico, según dijo. Nos pidió que al salir cerráramos con un
portazo y que las luces quedaran apagadas. Había confianza, éramos amigos suyos
tras cinco largos cursos. La facultad casi desierta y Virginia y yo los dos
sufridos resistentes de la biblioteca. Faltaba poco para los exámenes de junio,
los últimos de la carrera, y exprimíamos las horas para memorizar docenas de
páginas de apuntes.
Hay episodios imperecederos que surgen una
vez en la vida, sin avisar, y pronto se tiene la áspera certeza de que no se
darán de nuevo. Hace muchos años que me resigné a no volver a poseer en ningún
rincón de un oscuro archivo a una Virginia enroscada en mis brazos y apoyada en
un armario. A no volver a absorber entre gemidos el sabor agridulce de su
cabello enmarañado, de su piel, exquisita como el raso, ni a besar y morder sus
labios y cada centímetro de su cuerpo receptivo, ojos cerrados y nuca arqueada.
Ni a lamer uno tras otro valles, montañas y canales, como el niño goloso que
rebaña la melaza de un cuenco, mientras ella acompasaba los movimientos de su
pelvis al ritmo de mi lengua. Entonces deseé que el instante fuera eterno, pero
intuí que iba a ser tan efímero como irrepetible, y que luego se perdería para
siempre, igual que el agua de un cubo arrojada en el mar.
En aquella caliginosa tarde los dos fuimos
uno. Por primera y última vez. Y lo fuimos con la furibunda pasión de los
veinte años. Sin apenas palabras. Sin miedos ni vergüenzas ni remordimientos. Y,
al acabar, Virginia desanudó el pañuelo de su cuello y lo impregnó con el sudor
y los restos de los flujos de ambos. Después, luciendo la sonrisa más fascinante
y pecadora que mis ojos han disfrutado jamás, lo escondió en un hueco trasero
de un armario instalado esa misma mañana, todavía por fijar a la pared. La
guarida perfecta para el amuleto de un éxtasis.
Me senté en una caja. Extraje del bolsillo
de la chaqueta el sobre, y de éste su contenido: la foto de un hermoso distrito
de Alejandría, y una hoja escrita con cuidada letra redondilla.
«Mi querido Enrique:
Espero que este correo te llegue. Solo dispongo
de tus antiguas señas, las que nos intercambiamos en la fiesta de despedida de
la promoción. ¡Hay que ver; tiemblo al recordar que de eso hace más de cuarenta
años! Aunque, si bien lo pienso, a estas alturas me parece que de todos los
brillos de mi vida hace ya cuarenta años.
Nuestra compañera Irene me comunica que
trasladan la facultad de Exactas a la Universidad Politécnica, que van a
demoler el edificio donde estudiamos para construir oficinas o algo parecido.
Quizá lo sepas. Pues bien, esta vieja amiga se atreve a pedirte con toda el
alma que le concedas un pequeño e íntimo favor. Hay algo que quiero que
rescates antes de que la piqueta lo sepulte. ¿Te acuerdas del pañuelo que
oculté en la biblioteca? ¡No te perdonaría que lo hubieras olvidado! Quiero que lo recuperes y que lo guardes donde
no tengas que dar explicaciones a nadie. ¡No lo tires, por lo que más quieras! Me
reconfortará saber que lo tienes tú. Y sólo tú, porque me temo que nunca podrás
devolvérmelo. Pero con eso me conformo.
Tras mucho deambular resido en Alejandría,
donde vivo razonablemente feliz con la proximidad de mis hijos y nietos, y
junto a Karim, mi marido. ¿Recuerdas?, mi novio de entonces. Al final, aquel egipcio
moreno que tan mal te caía consiguió regresar a su país con una española en la
maleta.
La memoria no me funciona como antaño. Aumenta
la distorsión de unos recuerdos en los que se entremezclan personas y fechas
deformadas por las realidades cotidianas, como los países cuya ubicación
confundo a menudo. Pese a ello, en mi mente han quedado prendidas algunas
imágenes nítidas que, te lo juro, nunca se borrarán, y que al cabo de una
montaña de años reaparecen de vez en cuando, como una placentera reliquia
gráfica. Sobre todo si mi ánimo decae en ratos de pesimismo, nostalgia o
soledad. En este caso, ¡en el tuyo!, ¿fue culpable el más divertido, tierno, ocurrente,
guapo, y también un poco temerario y hoguera, de todos los chicos de la
promoción 1967-72 de Ciencias Exactas?
Te adjunto una foto de mi barrio. Mi casa
es la grande de color blanco, a la derecha del minarete. La tuya la tendrás
siempre dentro de mí.
Virginia»
El Hombre de Acero