Llego
a casa una noche más. Como en todas las ocasiones durante los dos últimos años
no sale nadie a recibirme. Lo entiendo. ¿Qué otra cosa puedo esperar? Lo que no
comprendo es por qué sigo regresando aquí cada noche. Este extraño impulso de
volver para nada. Es como un deseo irrefrenable que nunca llega a consumarse.
No puede. Es un imposible.
Cruzo el pasillo. ¡Qué limpio lo
sigue teniendo todo! Mi Felisa siempre fue muy relimpia ella. Todo el día
bayeta en mano. Y cuando la dejaba agarraba la escoba y la fregona. Y luego se
ponía con los cristales. Lo curioso es que siempre se acordaba de limpiar
cuando le pedía cama. ¡Cuánta ansia he pasado! Pero oye, que la casa la tenía
limpia. Eso es indiscutible. Un par de veces logré que dejase la bayeta quieta,
sólo dos. Y como la pobre parecía que no se quedaba tranquila, que estando ahí
en plenos sobeteos me parecía a mí que andaba pensando en lo que tenía
pendiente de sacar lustre, pues dejé de insistirle a la pobre. Acabé mi vida
con un dolor de huevos increíble, ¡pero qué casa más limpia!
Veo que sigue teniendo la foto
familiar. La que nos hicimos poco antes de mi defunción. Estamos muy guapos los
cuatro. Mi Felisa, yo y nuestros dos hijos. ¡Ay! ¡Qué tiempos tan felices!
Míralas a las tres en el salón. Mi mujer
medio dormida en la mecedora. La pequeña mirando la tele, siempre pegada a la
pantalla, seguro que fue así como se quedó miope. Y luego Estela del Carmen, mi
Estela del Carmen, que aunque seas la mayor te sigo pensando como mi pequeña, Estelita.
Parece que hay un poco de movimiento, voy a ver de qué están hablando.
—Ay pues no sé, cualquier cosa, si
yo apenas ceno un nada —repite Felisa.
Parece que se disponen a cenar. Me
pregunto qué tomarán esta noche. ¡Uff! Ya va Estela del Carmen. Su cara es un mapa
de impaciencia. ¡Ésta la lía otra vez!
—Mamá, que ya sabes cómo nos ponemos
luego ¿eh? Que si esto no me gusta, que si aquello me repite, que si lo otro me
da flatulencias, que por cierto, ¡bien que te las sueltas! No nos quejemos
luego, ¿eh? No nos quejemos —le responde nerviosa, apuntándola con el dedo.
—Pues no sé. Alguna coseja habrá en
la nevera que compró tu padre. Que por cierto hija, la compró poco antes de tu…
bueno, de que tú, ya sabes, aquello —empieza a decirle.
—Mamá no empecemos, ¿eh? Por los
clavos de Cristo mamá, ¡que me lió con la vajilla y no dejo ni un plato vivo! —profiere
alzando la voz.
Ya está liada. ¡Qué genio tiene la
niña! No entiendo a quién habrá salido. Vaya puñetazo que acaba de soltar sobre
la encimera de la cocina, hasta su hermana Elena ha dado un respingo.
—¡Ay jomia! Ya has asustado a tu
hermana, si es que así se le va el apetito a una —comenta Felisa.
—¡Mamá! No me toques los ovarios —grita
Estela del Carmen.
—A mi me da igual lo que cenéis.
Sabéis que estoy a régimen y que yo no pruebo bocado pasadas las seis de la
tarde —añade Elena, haciendo una mueca para subirse la montura de las gafas.
Esta ha salido mí, ¡tampoco cena!
Claro que yo es que no puedo, como soy un ectoplasma.
—¡Ya está la Gremlin! Que no estás
gorda, mujer, que lo que pasa es que eres fea —dice Estela del Carmen alterada.
¡Qué poco tacto, Señor! ¡Qué poco
tacto! Y la otra va y se sobresalta de nuevo. Elena jamia, que sabes cómo es tu
hermana. Anda súbete las gafas con otra mueca de esas que tú haces que sólo
faltaría que se te cayesen al suelo. Así, eso es, una nueva monería de las
tuyas y colocadas de nuevo en su sitio.
—Pero cómo no vas a ser fea con esas
caras que pones hermana, que se te va a deformar el rostro —dice Estela del
Carmen desbordando histrionismo.
—Pobrecita, si es que la tienes
asustada con tanto genio, jomia, cálmate un poco. Y lo de la cena yo, si es que
cualquier cosa, si es que yo ya no como apenas desde aquello jomia, se me fue
todica el hambre —murmura Felisa.
—¡Aaaaargh! —grita Estela del Carmen
estirándose de los pelos.
¿Qué le ha dado? Está atacada. No
está buena, no. Bueno, parece que ya se calma. Intenta alisárselos a manotazos.
¡Jaja! ¡Míralas! Madre e hija contemplándola atónitas. ¡Ay! parece mentira que
no sepáis el carácter que tiene a estas alturas.
—Si es que me tenéis atacá del coño —grita
de nuevo—. ¡Y que no me llames jomia, hostia! —añade dando un nuevo porrazo a
la encimera.
Elena, las gafas hija. Eso es.
Súbetelas con otra mueca anda, no se te vayan a caer.
—Ha dicho “del coño”, mama —dice
tímidamente Elena.
—¡Na! Tú no le hagas caso jamia —le responde por lo bajini.
—¡Coño! A ella sí que se lo dices
bien, ¿no? —dice alterada y en voz alta Estela del Carmen.
—Ay jomia, la costumbre de tantos
años, ¿qué quieres? —explica la madre como si nada.
—Bueno
mira, que yo quiero saber qué cenamos hoy —exige Estela del Carmen.
Salvados por la campana. No sé quién
llamará a la puerta pero no va a venir mal una pequeña pausa. No vaya a ser que
a Elenita se le acabe deformando la cara de verdad.
—Ya voy yo abrir —dice la madre
levantándose de la mecedora.
Te acompaño.
—Buenas noches Antonia, ¿qué te trae
por aquí, preciosa? —le pregunta Felisa.
—Pues nada vecina, que ha venido mi
marido y ha traído un montón de sardinas que le ha dado su hermano, y que me he
dicho yo, pues le voy a llevar unas pocas a la Felisa, que las cene con sus
hijas, y así de paso pues hablamos un rato, que hace días que no sé de ti
hermosa —le dice animadamente.
—Mujer, pues a lo mejor le apetecen
a las chicas los peces estos para cenar, no sé, estaba la Estela del Carmen
mirando qué preparar —le explica.
—Oy que apañá se ha vuelto, ¿eh? ¡Qué
apañá! Una mujer de su casa. ¿Quién lo iba a decir? Si me acuerdo cuando hizo
la comunión, con su traje de marinerito y su corbatita, que guapo que estaba, y
ahora, mírala, toda una mujercita, que bien le salió la operación ¿eh? No se le
nota nadica. Y bueno, así tienes dos hijas en casa, que te harán más compañía,
que como cuando pasó lo que estamos hablando a tu santísimo le dio un infarto
así en el momento, pues mira, más acompañada estás —dice animada.
—¡Qué os estoy oyendo! No habléis de
mi como si no estuviese, que Adolfo ya no existe por mucho que mi madre insista
en mantener esa dichosa foto familiar —grita Estela del Carmen desde la cocina.
Hoy se lía. Esto no acaba bien. Ya
me las conozco.
—¡Uh! ¡Cómo está hoy! El novio no la
tiene contenta. Claro que la cara de Elene debe ser un mapa ahora mismo, con
los tics que tiene la pobre —comenta la vecina con cierta preocupación.
—Pues si es que la operación no
debió salir tan bien, porque entre que se me fue el hambre, que es con
cualquier coseja yo ya ceno, que mi marido murió así de repente cuando Adolfito
se nos presentó en casa como Estela del Carmen. ¡Ni siquiera sabemos qué
pensaba del cambio! Empezó a hincharse, no respiró, siguió sin respirar, ¡y que
se murió el tío! Y luego la mala leche que le ha quedado a la Estela del Carmen,
¿eh? ¡Ay mi jomia! Si es que se me va a ulcerar como siga así. Pues muy buena
no debió salir la operación, que digo yo. Y luego que está siempre con que lo
del reparto de pililas es cuestión de suerte, o de mala suerte, azar que le
llama, ya ves tú —le comenta Felisa.
—¡Ay tonta! Tú sé feliz y pasa del
tema. Y que te cuide como una hija, que siempre tienen más compenetración con
una madre. Si mira la foto que tienes ahí colgada. La verdad es que como Adolfo
era muy feo, ha salido ganando. Bueno,
pues nada, que os gusten las sardinas que me voy a casa, que tengo a mi marido
esperándome. Un beso Felisa, y ánimo mujer, que no pasa nada, tú disfruta de tu
hija —le dice.
—Pues
si es que de hija solo tiene el cuerpo, porque por dentro… A mí me grita todo
el día, no me quiere nada. Anda venga, adiós guapa, adiós —dice despidiéndola
en la puerta.
¡Ay
Felisa! ¿Dónde van a acabar estas sardinas? Anda, que regreso contigo al salón.
—Pues podemos cenar los peces estos,
¿no? —les pregunta.
—Que no son peces mamá, que son
sardinas —le regaña Estela del Carmen.
—Bueno, pero serán peces digo yo —murmura
Felisa.
—¡Coño que son sardinas que te lo ha
dicho la vecina, que no lo ves! — le chilla Estela del Carmen.
—Pero las sardinas son peces, ¿no?
Porque mamíferos no son, que yo sepa, ¡pues ea! Que son peces jomia —le
replica.
—¡Ay que me la cargo! La de trabajo
que da la puñetera, ¡que quiere tener razón siempre en todo! ¡En todico tiene
que tener la razón ella!—grita de nuevo Estela del Carmen poniéndose en jarras.
—Pero qué trabajo jomia, si yo con
un pez de estos, sin espina eso sí, ya he cenado, si yo con cualquier coseja ya
estoy —trata de explicar una vez más su madre.
—¡Que no son peces, que son
sardinas! —repite Estela del Carmen desesperada.
—Ay jomia, si te pones así yo no
ceno, me voy a la habitación a dormir ya. Si es que si ahora resulta que las
sardinas no son peces una ya no sabe ni lo que come, y con la mala hostia que
tienes, pues que se le va la poquita hambre a una —dice mientras sale de la
cocina.
Elena que vas a recibir tú, que lo
veo venir. No te aguantes la risa, suelta el aire preciosa, que mira lo que le
pasó a tu padre. ¡Ay la otra que se ha dado cuenta de que te estás riendo de
ella!
—¡Tú, so Gremlin! ¡Tira para tu
habitación a dormir! —le grita descontrolada lanzándole un puñado de sardinas.
¡Corre corre! Salvada del sardinazo.
Y bueno, al menos ya soltó el aire con las carcajadas.
—Mamá, he esquivado un puñado de
esos peces —dice riendo mientras las sardinas se espachurran contra el marco de
la puerta.
—¡Ay qué mala estoy! Me vais a matar
a disgustos. Yo me voy aquí al lado al bar la Ronda a ver si me dan de cenar
algo —dice resignada mientras se cuelga el boso.
¡Ay jomia! Que andares tienes. Si es
que estás para comerte. Yo cuando te vi entrar por la puerta con esos melones
que te pusiste, y tu madre limpiando, que se le cayó el plumero y todo, ¡pues
claro que me dio algo jomia, pues claro! Mañana vuelvo otra vez a ver qué os lo
qué hacéis. ¡Uf! Calores de la muerte me han entrado.