Gracias por tu regalo, amiga.
Soy tu Sombra
Sofía se ha levantado tarde, pero más pronto de lo habitual en ella. Me he enroscado entre sus piernas para consolarle por la mala noche que ha pasado. La he oído en la oscuridad nerviosa e incómoda, mientras respiraba entrecortadamente. La he esquivado cuando un soplo de luna la ha sentado en la cama, impulsándola a recorrer nuestro garaje hasta la pequeña puerta metálica que da al patio. La ha abierto, ha cogido aire varias veces, con fuerza. Y, sin avisar, el aliento se le ha entrecortado. Mientras se sujetaba el pecho con las manos, sonidos primitivos se le escapaban como nubes de humo azulado.
Esta mañana parece más tranquila. No me busca pero me acaricia suavemente cuando me anudo entre sus pies. Me he acomodado bajo la butaca, al lado de la estufa apagada, y la sigo con la mirada. Hace dos días que no percibo el olor dulzón y ligeramente agrio del humo. Desde hace dos días las manos le tiemblan cuando el aire se le atasca en la garganta. Durante dos días la he visto concentrada en tareas inútiles. Hoy está emboscada detrás de los cajones del armario. Saca un cajón, lo coloca sobre la mesa golpeando suavemente. Coge uno a uno los objetos que contiene: cubiertos, papeles, tapones… Y los limpia despacio con un trapo húmedo. Después los va alineando sobre la mesa, clasificándolos por tamaños, por usos o porque sí. Cuando el cajón está vacío, lo recorre con el paño atrapando pequeños restos de sustancias irreconocibles que se han acumulado durante el año. Un año cortísimo en que ha abierto y cerrado esos cajones mil veces buscando un tenedor, una cerilla o un trozo de papel. Hace cuatro meses que esos cajones se abren por voluntad propia. Sofía busca su mirada, sus manos o su boca, pero no los encuentra. Encuentra una china, un mechero y se adormece con el color de la llama. Fuma. Pero no olvida. No fuma para olvidar. Mientras fuma le oye trastear en el patio colocando la cuerda para tender; o siente su mano en la espalda, arriba y abajo, desanudando la angustia que se le enreda en los músculos; le percibí como si todavía estuviese a su lado.
Pero lleva dos días sin fumar.
Ha sacado el cajón de abajo, el de los pinceles. Los está limpiando meticulosamente, del más fino al más grueso, para dejarlos como el día que los compró, todos a la vez, un dineral en pinceles porque él iba a pintar acuarelas. Después empezó a pintar al óleo cuadros oscuros, rojos, violetas. Cada vez más oscuros hasta que desaparecieron él y sus cuadros, dejándole a Sofía los pinceles sucios y el humo perezoso.
Cuando todos los cajones vuelven a estar en su sitio salgo de mi refugio y le maúllo mimosamente. Durante estos cuatro meses he sido el estómago de Sofía. Me mira y sale descalza al patio. Se encoge involuntariamente y descuelga las camisetas desteñidas que durante dos días se han apelmazado con el aliento seco del verano. Entra en el garaje con las camisetas entre los brazos y se acurruca en la butaca. Vuelve a mirarme cuando insisto en el tema de la comida. Esta vez sí va a la nevera. Me sirve en un platito de diseño el contenido de una pequeña lata mientras ella mordisquea algo naranja. Vuelve a la butaca. El índice y el pulgar de la mano derecha se frotan entre sí, movimiento lento e incontrolado. Cuando se da cuenta, se levanta de un salto y rebusca en el armario del pan.
Ahora golpea con la piedra el pan duro sobre la mesa de mármol. Sofía se transmuta en sal húmeda que se mezcla rabiosa con el pan machacado y tamizado. Todo guardado en botes de cristal transparente.
La luz que llega desde el patio ha perdido intensidad. Le ofrezco a Sofía mi calor, calor que simula amor. Me arrulla sobre la cama, pero no tarda en echarme. Nada rompe la norma: el gato, al suelo.
Me recojo debajo de la mesa para asegurarme una noche tranquila.
Y ahora la oigo encender el mechero una y otra vez. Me llega el olor del hachís. La imagino sentada en el patio a oscuras, con los pies en la mesa, la mirada perdida entre las macetas vacías y el firme propósito de dejar de fumar en cuanto averigüe como engañar a Hades para traerlo de vuelta.
Eva Navarro
***
Le pido a Eva que me haga una pequeña entrada, y, en vez de hablar de sí misma, nos cuenta esto:
El tema era el estrés, así que me centré en lo más estresante que conocía, mi día a día. Enseguida me di cuenta de que no me apetecía nada revivir escribiendo mis rutinas y de que no sabía hacerlo de una manera que, por lo menos, me entretuviese a mí; mucho menos a los demás. Así que me fui de viaje imaginario al garaje de un pueblo (eso que las revistas de decoración llaman loft) y empecé a dar vueltas por la zona de la cocina, por la del dormitorio, por el corral...Y volví convertida en Sombra.
Y es que, ésta es Eva. Nos regala sus paseos imaginarios, sus maletas mágicas, espolvorea un poco de nuez moscada, lee deprisa, deprisa, porque no se reconoce en sus palabras y quiere acabar rápido. ¿Y a mí que me gusta recorrerlas despacio, y dejar que me acaricien?
Me ha encantado este relato, puedo vivirlo en cada palabra. Me ha emocionado.
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